domingo, 29 de marzo de 2009
Esto sí... y aquello también
Todos los católicos, consagrados y laicos, personas amantes de Jesús y personas más tibias, veteranos en la fe y recién convertidos, necesitamos vivir nuestra fe en Cristo en la Iglesia en la que se nos ha hecho la promesa de la vida eterna.
Por un proceso de acomodamiento de la fe a las propias exigencias, muchas personas han caído en un proceso de deriva de la fe. Cuando me canso de la fe o de lo que ella me exige, intento adaptar sus contenidos a mis necesidades, creando una fe acomodaticia; pero esta separación también ocurre justamente por lo contrario: cuando yo quiero que la Iglesia sea más exigente de lo que es, me ciño a lo que me interesa y me olvido de lo que no cuadra con mi imagen de Cristo.
Para llegar a ese punto, que yo calificaría abiertamente de cercano a la heterodoxia, no hay más que escoger un camino muy sencillo de manera casi imperceptible: elegir selectivamente los contenidos de la fe. Y aquí empiezan los problemas.
Cuando yo hago míos los textos de la Escritura que me interesan, y dejo como de lado los que me incomodan, estoy actuando selectivamente.
Cuando me acojo a las imágenes que Jesús nos propone de Dios rico en misericordia, y me olvido de sus palabras que nos recuerdan el juicio personal, las exigencias de la fe, que el camino que hemos de recorrer en duro, y viceversa, estoy actuando selectivamente.
En muchas ocasiones el ministro sagrado hace suya la liturgia que preside y se coloca por encima de ella, y se siente tentado a hacer las innovaciones que cree pertinentes; pero se olvida del pueblo fiel que también está participando en la misma liturgia y que merece un respeto pues también es suya la liturgia, pues pertenece a la Iglesia, y no al ministro que la celebra. El que obra de esta manera actúa selectivamente.
Cuando cojo la doctrina y la moral del catecismo, la cribo a mi gusto, y recojo lo que me conviene, interpretándolo a mi manera, olvidándome del resto, actúo selectivamente.
Cuando me creo investido de la autoridad suficiente para renegar de la doctrina y los documentos de un Concilio Ecuménico convocado legítimamente por un Papa, para fijarme sólo en los otros que están más de acuerdo con mi forma de pensar, estoy actuando selectivamente.
El Concilio Ecuménico Vaticano II es un Concilio de la Iglesia Católica. Nadie puede dudar de esto. Tomar cualquier camino que implique de una u otra manera devaluar el contenido de los documentos conciliares, supone que nos colocamos por encima de las disposiciones de un Concilio legítimamente convocado por el gran Papa el beato Juan XXIII y clausurado por el otro gran Papa Pablo VI. Este mismo Papa consideró a Pío XII como "un precursor del Concilio Vaticano II", afirmación recogida por S.S. Benedicto XVI en su homilía de la Misa celebrada en San Pedro con motivo del 50 aniversario del fallecimiento de Pío XII el 9 de octubre de 2008.
Todos estos avales impiden que se considere la obra conciliar como algo espúreo o digno de crítica. Pero aunque no gozara de todos estos argumentos de autoridad, la obra conciliar se enmarca dentro del magisterio extraordinario de la Iglesia en el órgano que es el colegio episcopal presidido por el Papa. Las disposiciones de este órgano no pueden ser válidamente rebatidas sino que gozan de la infalibilidad y de la asistencia del Espíritu Santo. (Lumen Gentium, n. 25).
Muchos Papas no han ejercido el magisterio extraordinario e infalible, y no por eso han visto disminuida su categoría de Sumo Pontífice (Juan Pablo II, Audiencia General, 24-3-1993). Sin embargo esto no merma en nada el hecho de que presidiendo el colegio episcopal y en consenso con él, su magisterio gozaría de la prerrogativa de la infalibilidad siempre que dicho magisterio sea unánime, según nos enseña el mismo número 25 de Lumen Gentium.
Las derivas producidas dentro de la Iglesia tras el Vaticano II tendentes a olvidar el resto de la Historia de la Iglesia y de la fe, no le restan un ápice a su autoridad magisterial infalible. Dichas derivas se imputan a sus autores o inspiradores, de las que son únicos responsables ante Dios y ante la Iglesia.
El Concilio de Trento ha sido uno de los grandes Concilios de la Iglesia (si es que pudiera admitirse esta clasificación). Y forma parte del tesoro de la Iglesia, del mismo modo que también lo forma el Vaticano II. La postura del católico no puede ser otra que: Trento Y Vaticano II. Si adopto cualquier otra actitud, estoy actuando selectivamente, colocándome por encima del Espíritu Santo, y es cuando comienzan a ir mal las cosas.
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