Comenzaste a servir al Señor, quizás no recuerdas cuándo o hace poco tiempo. Tu intención es dedicar todo tu ser a Él, modelar tu voluntad a la suya y ponerlo en el centro de tu existencia.
Pero no faltan las ocasiones en las que ves que todo te va mal. Los problemas se suceden a veces sin dejar tregua, incluso en los momentos más tranquilos de tu vida. Cualquier cosa se vuelve una contrariedad, una dificultad, un escollo que salvar.
Tus pecados vuelven una y otra vez y te ves como Sísifo, intentando subir una piedra por la ladera de una montaña, para a continuación ver cómo la piedra vuelve a caer y todo recomienza.
Todas estas dificultades complican tu vida, te transmiten ciertamente angustia y tristeza. Llegarás a pensar que Dios te está mandando todas estos problemas a tí, que quieres amarle y servirle.
La duda está sembrada en tu corazón. ¿Es posible que Dios te trate así? ¿Merece la pena continuar en esto? ¿No viven mejor otras personas que se encuentran alejadas de Dios?
¿Qué me está pasando?
Lo que te ocurre es el efecto de la principal argucia del demonio: sembrar en tí la falta de paz.
La santidad se construye sobre la paz interior, por lo que el diablo actúa quitándote la paz para que tú termines por pensar que nada merece la pena.
Por lo tanto, la principal labor del cristiano es mantener la paz en su corazón.
La paz es la mejor tierra sobre la que sembrar la vida de fe. Y al mismo tiempo la vida de fe debe procurarte un trasfondo de paz en tu interior.
Jesús quiso compartir nuestra humanidad para que fuéramos plenamente conscientes de que Él sabía de nuestras pasiones, nuestras debilidades, nuestros cansancios, nuestros buenos propósitos realizados o no.
Muchas personas creen que las cosas malas nos suceden porque son castigo de Dios, porque hemos sido víctimas de un juez implacable que no nos deja ninguna tregua. Sin embargo olvidamos que las situaciones dolorosas nos suceden a todos, y los que tenemos fe las aprovechamos para superarlas y acercarnos más a Dios.
Y todo esto viene a robarnos la paz y a sembrar en nosotros la duda de si la vida de fe sirve para algo o no.
La fe es la que nos equipa para la lucha contra el mal, la que da sentido a nuestra vida y la que nos enseña el camino correcto a lo largo de nuestra existencia.
La fe nos hace mirar hacia nuestro interior, buscar a Jesús para encontrarlo en el centro de nuestra alma, pues lo natural en nosotros es mirar hacia afuera, hacia el exterior.
La fe nos da la suficiente oscuridad en nuestra vida para que el verdadero amor sea posible.
La fe nos hace darnos cuenta de que todo lo que nos rodea (que en el fondo siempre termina por frustrarnos) no es lo principal, sino que lo verdaderamente importante no pertenece a este mundo que pasa, sino a otro mundo que permanece.
Nuestro cuerpo es débil y vulnerable, pero nuestra alma tiene ansias de permanencia y durabilidad. La fe nos hace darnos cuenta de esta dualidad y nos prepara para la lucha que se avecina: nuestras pasiones que nos lastran frente a las virtudes que nos dan alas.
Creer no sólo no nos complica la vida, sino que nos abre los ojos al verdadero destino de nuestra existencia: la vida feliz en Cristo.
Mientras nuestros sentidos nos hablan de lo material, la fe nos enseña la prevalencia de nuestra naturaleza espiritual sobre la corporal. Y este camino, a veces, es doloroso porque nos hace desapegarnos de lo que vemos y a lo que nos asimos, para confiar en Jesús que nos enseña el camino hacia nuestro verdadero destino.