En aquel verde valle, la pequeña casita ocupaba un lugar privilegiado. Situada en una ladera de la montaña desde ella se veía tanto la hondonada que se extendía a sus pies hasta perderse entre los valles contiguos, como la panorámica que la cumbre del monte ofrecía nada más levantar la mirada. Era el lugar ideal para vivir, y también para trabajar. El único vestigio de civilización que podía apreciarse desde allí lo constituía una estrecha carretera que serpenteaba por el valle para ir buscando, poco a poco, sinuosamente, el pie de la casa.
Aquella casa servía de lugar de acogida para personas que necesitaban ser atendidas, que necesitaban ser amadas.
Allí había personas enfermas, ancianas, solitarias; todas ellas con alguna falta esencial en sus vidas, carencias físicas, carencias espirituales, carencias afectivas. Quizás de todas ellas, las del corazón eran las más dolorosas, pues muchas personas sufrían por padecer alguna enfermedad, pero quizás las que mostraban un sufrimiento mayor eran las que habían experimentado el dolor en sus afectos.
De todas ellas se ocupaba el personal del centro que abarcaba desde personas muy sensibles, comprensivas y pacientes hasta otras que no lo eran tanto. Al frente de todas ellas destacaban por su experiencia y su dominio de las situaciones dos mujeres: sus nombres eran Sara y Susana. Las dos procuraban hacer bien su trabajo, pero su diferente carácter hacía que al final los frutos fueran muy distintos.
Sara era más paciente y había logrado controlar las situaciones que a diario se presentaban en un centro en el que los problemas se hallaban siempre a flor de piel. Susana, por el contrario, era una persona de carácter que afrontaba las situaciones difíciles con aspereza.
La vida transcurría apaciblemente en aquella casa, como si cada día fuera a acabarse todo, como si todos los días se prolongaran hasta la eternidad.
Un día, Sara vio a un coche acercarse en lontananza por la carretera cuando apenas era visible y el rugido de su motor ni siquiera llegaba a susurrar en su oido. No pasó mucho tiempo hasta que el coche alcanzó la casa y se bajaron sus ocupantes. Un señor mayor avanzaba con dificultad ayudado por una mujer y un hombre. Se veía que tenía algún padecimiento serio pues su semblante reflejaba dolor y angustia y caminaba un poco encorvado y trabajosamente. Sara avisó a Susana y salieron ambas a recibir a aquella comitiva que se acercaba cada vez más a la puerta de la casa.
Tras el saludo de cortesía habitual, se presentaron los visitantes y entonces fue cuando ellas se enteraron de que aquel hombre se llamaba Moisés. Sara se dio cuenta de que él la miraba con un brillo especial en sus ojos, si bien no hizo ningún comentario a Susana, pues ella no se tomaba siempre a bien todo lo que le decía. Recibieron a aquel hombre y lo introdujeron en la casa hasta donde estaría su alojamiento personal.
Susana no observó nada anormal en él, era un enfermo más, que traería sus problemas para compartirlos con ellas, mientras que Sara quedó enganchada en la mirada de aquel señor que, por momentos, iba cautivando su pensamiento.
Los días fueron transcurriendo. Sara seguía procurando atender a todos los que tenía a su alrededor con la mayor bondad que podía, hablaba con un tono de voz moderado y procuraba controlar su genio ante cualquier contratiempo que se presentara. Susana mostraba, sin embargo, un semblante más inmoderado, más seco y distante. Con Moisés, ambas se mostraban tal y como eran, de lo que él fue dándose cuenta con el transcurrir de los días.
Cuando habían pasado tres meses, Moisés mandó a llamar a las dos responsables, a Sara y Susana. Él las esperaba en una sala con un gran ventanal por el que entraba el sol a raudales, con una claridad inusual, pero sin hacer ningún tipo de daño. Moisés permanecía en pie, cerca del ventanal, mientras esperaba a que ambas llegaran. No tardó mucho en llegar Sara, que se extrañó de la luz tan arrolladora que llenaba aquella estancia, y que casi le impedía ver a Moisés. Casi a la vez llegó Susana, que se fijó en lo mismo.
Los tres permanecían en silencio, mientras Moisés no dejaba de mirar por el ventanal hacia el profuso sol sin sentir la más mínima molestia. Poco a poco se volvió y las dos quedaron muy extrañadas, casi asustadas. Moisés ya no caminaba de manera vacilante y pesada, su mirada era limpia y serena y no revelaba ninguno de los padecimientos que ellas habían podido constatar en estos tres meses de su estancia allí. Él se acercó a ellas y las miró a los ojos.
"Antes de venir aquí sabía que me iba a encontrar claridad y oscuridad, luz y sombra, calor y frialdad. Y decidí venir a comprobarlo".
Ellas permanecían en silencio ante aquellas primeras palabras. Él prosiguió:
"He visto que el amargor se volvió dulzura, que la ira se tornó amor y la suavidad terminó por agrietarse. Vosotras habéis construido lo que sois. Quien antes era aceite que cura, hoy es veneno que mata. Quien antes era espinos, hoy es rosa."
"Sara: los duros reveses que recibiste en tu vida los has convertido en trampolín para crecer. Susana: eras una persona afable y cariñosa, pero el mundo, la codicia, la vanidad, la presunción, el egoísmo hicieron presa en tí y no te rebelaste; ellos hicieron de tí lo que hoy eres".
"Ambas habéis hecho uso de vuestra libertad y vuestra voluntad. Recibiréis en consonancia".
Ambas lo miraban con perplejidad. Sara recordó en este momento sus malos modos y sus errores del pasado y no dejaron de asaltarle lágrimas y pensamientos de arrepentimiento y dolor por el mal causado.
Susana, en cambio, quería justificar su situación; a duras penas reconocía que ella había cambiado a peor, pues pretendía convertir toda su existencia en una excusa para su carácter actual.
"Si yo hubiera sabido que tú, el Rey de la Luz estabas aquí, si te hubieras hecho presente...
...entonces tu amor no habría sido verdadero sino sólo una apariencia", sentenció Moisés.
Amar es una cualidad divina. Hemos sido llamados a compartirla con Él. Ver a Dios cara a cara es ser como Él, pues la fe se convierte en evidencia. Pero para ser como Él, que es el amor, para relacionarnos con Él, tenemos que conocer previamente el amor, pues ¿cómo vamos a amarle entonces si no lo hemos amado antes?. Una cierta oscuridad es necesaria para abrir nuestro corazón al amor antes de la visión final.
Moisés las juzgó después de conocerlas, después de darles la oportunidad de cambiar sus vidas para mejor, no antes.
Jesús espera a la puerta de tu alma hasta el último momento a que lo invites a entrar. Pero no lo confíemos todo al último momento intentando sacar partido. Nuestra existencia se forja en una larga sucesión histórica de bienes y males, de aciertos y errores, pero confiar en el arrepentimiento final no es una buena opción.
Junto al mandato del amor, hemos recibido una prohibición: la de juzgar a los demás. Si queremos empezar a amar, tendremos que dejar de juzgar.
No te juzgarán por el peso que tengas colgado de tus pies, sino por la agilidad con que hayas batido tus alas para subir, aunque a duras penas hayas levantado el vuelo. Una vez libre de esa rémora, esas mismas alas te llevarán bien alto.
Ninguna obra de arte se termina en un sólo brochazo, en un sólo golpe de martillo, con un sólo golpe de gubia, con un sólo ladrillo, sino con la paciencia de una larga labor. Este es el camino seguro para el artista.
Un golpe en el yunque es inútil si el artífice es inexperto e inhábil. También es inútil si el golpe no tiene la finalidad de crear una hermosa artesanía de la forja. Incluso, yendo aún más allá, si el metal es demasiado blando, no obtendremos la obra artística hermosa que buscamos. Golpear por golpear no lleva a nada.
Sin embargo, nuestro artífice es el más hábil de los artesanos y su intención irrevocable es la de hacer de cada uno de nosotros la mejor de sus obras. La dureza de nuestro corazón ha de ser moldeada por el artesano, y eso a veces duele. Esos golpes no son estériles si los recibimos con esta finalidad.
Nuestra vida es lo bastante corta como para que la entendamos como un regalo de Dios y nos apresuremos en emplearla para amar.
Y es lo bastante larga como para tener tiempo de recibir innumerables oportunidades para mejorarla y crecer.
No somos lo que nuestras circunstancias hacen de nosotros;
somos lo que nosotros hacemos a partir de nuestras circunstancias, con la ayuda de la gracia de Dios.
somos lo que nosotros hacemos a partir de nuestras circunstancias, con la ayuda de la gracia de Dios.
Muy buen post!
ResponderEliminarHace reflexionar.
Dios le bendiga.