En el comienzo de esta reflexión veíamos cómo Dios es Amor, según nos cuenta San Juan. Ahora daremos un paso más y nos adentraremos en cómo ese amor nos ha sido comunicado.
El Génesis nos dice que Dios nos creó a su imagen y semejanza (Gn 1, 26). Podía habernos hecho de otra manera totalmente distinta, pero nos hizo así. Y es un hecho que se deriva de nuestra experiencia cotidiana que nos encontramos con que el amor, ese mismo amor preexistente en el seno de Dios, forma parte esencial de nuestro ser. No podemos concebir nuestra vida sin amar, tanto en su forma activa como pasiva. Necesitamos “amar a los demás” (activa) y también necesitamos “ser amados” (pasiva).
Amamos espontáneamente a quienes tenemos cerca de nosotros, a nuestra familia, a nuestros amigos, hasta el punto de que vemos como algo completamente anómalo a la persona que no es capaz de amar ni siquiera a quienes le rodean de cariño.
También necesitamos ser amados por los demás. Dado que el amar es una actividad que afecta a más de una persona, no solo existe satisfacción en el amar sino también en ser amado. La falta de este reconocimiento conduce a problemas graves de autoestima en el mundo psicológico individual.
Tanto amar como ser amados son dos facetas de esa gran cualidad inscrita en nuestros genes por el Creador y que llamamos simplemente, AMOR, y sin la cual no podríamos concebirnos a nosotros mismos.
“ El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente…”, Juan Pablo II, Redemptor Hominis 10.
El amor, por tanto, es constitutivo de nuestro ser, nos acompaña desde el comienzo de nuestra existencia y no hay una faceta de nuestra experiencia que se vea privada de su acción y su presencia. Y este don lo hemos recibido de quien es la fuente de nuestra vida como algo inherente a nosotros. De ese modo, podemos desarrollar nuestra capacidad de amar durante toda nuestra existencia, la terrena y la celestial, por toda la eternidad, si el Señor nos concede por su misericordia el gozar de su presencia.
(Continuará ...)
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