domingo, 8 de febrero de 2009
¿Por qué el auge de la misa tridentina?
En tiempos muy recientes estamos viviendo un auge de la celebración de la misa según el misal aprobado por San Pío V según las normas del Concilio de Trento, y cuya última edición fue publicada en 1962 por el beato Juan XXIII.
El motu proprio Summorum Pontificum de S.S. Benedicto XVI ha sido el documento que ha reconocido públicamente que dicha forma de celebración no había sido abolida en la Iglesia y que se le da el carácter de modo extraordinario. ¿Por qué este auge en este momento?
El Concilio Vaticano II es uno de los grandes concilios de la Iglesia. Esto no cabe duda. En su aplicación, en la época que se ha llamado el "postconcilio", se han derivado muchas interpretaciones erróneas y exageraciones que han provocado una gran desorientación en muchos fieles a través de la desinformación de los pastores. Y esta desorientación se ha producido en muy distintos niveles: litúrgico, espiritual, dogmático, doctrinal, moral, etc. Muchas han sido las consecuencias negativas que se han desprendido de esta situación.
Nos vamos a centrar en los aspectos litúrgico y espiritual que son los que creo que están implicados en nuestra situación actual.
El postconcilio implicó el abandono de todas las prácticas de piedad que se celebraban por el pueblo en los tiempos anteriores. Dichas prácticas de piedad supusieron el lazo de unión con Dios de muchas generaciones de cristianos. En aras y defensa de una mejor y mayor espiritualidad, todo eso fue abandonado por la mayoría de los pastores (y por tanto, del pueblo); sin embargo, no fue sustituido por nada. Se criticaron ciertas prácticas de piedad pero no hubo ninguna labor de crear unos nuevos medios de espiritualidad. Simplemente, se optó por la tarea destructora sin construir nada nuevo.
Esto ha llevado al abandono de la vida espiritual de muchos cristianos, con el consiguiente abandono de sus frutos en la vida cristiana. De algún modo, esta situación ha ayudado a crear la situación de falta de fe y piedad de la sociedad en la que vivimos.
Pero las consecuencias de esa destrucción han sido aún peores: una segunda, y más triste consecuencia si cabe, fue la del abandono de la vida espiritual por muchos de los pastores. Los que debían ser los guías del pueblo de Dios en su vida de fe y espiritualidad han caído, en buen número, en una frialdad de espíritu que han contagiado al pueblo.
La liturgia, como medio de expresión de la fe del Pueblo de Dios, también se ha visto afectada por este proceso, de modo que si bien los rituales sacramentales aprobados tras el Concilio Vaticano II son extraordinariamente ricos en fórmulas, simbología, historia, sin embargo han sido aplicados con demasiada cicatería, y con una interpretación muy favorable para todo lo que signifique innovación, olvidando todo lo que implique respeto al Pueblo de Dios que también está celebrando.
Parecía que existiera como una cierta reticencia de adorar a Jesús en el Sacramento del Altar, de realizar celebraciones eucarísticas verdaderamente dignas en lo espiritual, no sólo en lo meramente escénico, en definitiva, de vivir el auténtico sentido de la Misa.
Muchos celebrantes se han considerado a sí mismos en un nivel superior a lo que estaban celebrando, lo que ha desembocado en creerse dueños de la liturgia, máximos jueces de si está bien o no lo que se hace y, por tanto, con la autoridad suficiente para cambiar cuantas cosas sean necesarias aun sin tener el criterio suficiente para ese discernimiento.
Estos celebrantes innovadores han olvidado un detalle muy importante, que es la participación del pueblo en la Misa y en la liturgia. Así lo proclamamos en la liturgia: "Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro..." ¿Se han preguntado alguna vez esos celebrantes si la comunidad cristiana para la que celebran está de acuerdo con sus innovaciones?.
La Misa, por tanto, se ha visto degradada en este sentido. Repito, no porque las normas no estuvieran bien elaboradas, sino porque su aplicación por los responsables no ha sido la adecuada desde el punto de vista litúrgico y espiritual. La ignorancia ha llevado a muchos a entender la Misa como lo que no es. La Misa es la actualización del sacrificio redentor de Cristo en la Cruz que se sigue inmolando al Padre en el Cielo, y también es un banquete de bodas. La Misa no es un mero banquete al estilo de una celebración familiar en el que cabe cualquier originalidad que a uno se le ocurra.
En la misa tridentina, la que se celebraba por la Iglesia antes del Concilio Vaticano II, mucha gente no entendía lo que se decía, pero se era consciente de que se adoraba a Cristo presente.
En las misas celebradas tras el Concilio se entiende perfectamente todo lo que se está celebrando, pero quizás ha faltado la conciencia de que se adora a Jesús.
La verdadera espiritualidad de la Misa exigiría, a mi juicio, que entendiéndose lo que se está celebrando, se fuera partícipe al mismo tiempo del sentido de adoración espiritual a Cristo Sacramentado que se inmola en cada altar donde se celebra una Misa.
En este contexto se entiende que muchas personas añoren la espiritualidad que vivían cuando asistían hace años a las misas celebradas por el rito del misal de San Pío V. A mi entender, esto no la constituye en "mejor celebración" que el rito ordinario actual, sino simplemente revela el legítimo ansia espiritual del pueblo cristiano que, movido por el Espíritu Santo, busca vivir la verdadera unión con el que nos ha dado la vida.
En mi opinión, respetando la de cualquier otra persona y la voluntad del Santo Padre, el rito de la Misa aprobado por Pablo VI ofrece el mismo tesoro espiritual a la Iglesia que el rito tridentino: sólo hay que conocerlo, respetarlo, vivirlo y amarlo.
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Esto ha derivado también en que en los seminarios diocesanos se estudie cada vez menos el latín, lo que contribuye aún más a olvidar el rito tradicional por parte de muchos jóvenes sacerdotes.
ResponderEliminarEs una lástima lo que está pasando. Saludos hermanos y que Dios los siga iluminando a través del Espíritu Santo para continuar con esta labor en su página, gracias.
Atte, un católico