lunes, 9 de febrero de 2009

La foto de mi padre


Hubo un momento en mi vida en que tuve que vivir alejado de mi padre. Mi padre lo significaba todo para mí, por lo que disfrutaba de su presencia; cuando me vi obligado a alejarme de él sentí un vacío muy grande.


Me di cuenta al poco tiempo que si cogía alguna de las fotos de él que tenía guardadas en un album y las ponía en un sitio donde pudiera verlas más a menudo, me serviría para aliviar la lejanía de su presencia.


Y así lo hice.


Cuando revisé la colección de fotos, vi que tenía varias fotos de él: unas de cuando era joven, otras ya de mayor, y otras cuando lo estuvo pasando mal por culpa mía. Para mí era mucho más fácil verlo en su época joven que cuando estuvo sufriendo, pues verlo en ese estado me hacía a mí sufrir también.


Esas fotos, las de su sufrimiento, las veía con mucho respeto y casi en posición de firmes. Verlo sufrir también me enseñó a apreciar cómo me amaba. Ni se me hubiera ocurrido recrearme en las heridas de su dolor.


Pensé en colocar unas fotos en un portarretratos de plata en el salón de mi casa. Así podría ver su cara a diario. Otra foto más pequeña la metería en mi cartera para llevarla conmigo.


Cuando veo las fotos noto que no eliminan la lejanía de la presencia de mi padre ni mi necesidad de hablar con él, pero sí alivian ese pesar hasta hacerlo más soportable. Incluso generan en mí una pequeña alegría cuando las miro pues me hacen presente la figura de él.


Llegué a tener mucha familiaridad con esas fotos, pero siempre fui consciente de que las fotos no eran igual que mi padre. ¿Cómo va a compararse un papel impreso a una persona humana viva, que siente y que ama? ¿Quién podía llegar a pensar eso?


Muchas personas, al ver las fotos que para mí representaban tanto, sólo podían ver la obra de un fotógrafo, de un artista del retrato y admiraban más la calidad de la instantánea, del papel, del portarretratos, que los sentimientos que despertaban en mí. Para mí significaban más, mucho más, infinitamente más.


De hecho yo valoraba mucho más el pequeño trozo de papel ajado que el propio portarretratos de plata que lo contenía, cuyo valor material era nada al lado de él. Pero, del mismo modo, nada era el papel al lado de mi padre verdadero, el de carne y hueso.


Lo único que aliviaba de verdad la pesadumbre de la distancia era cuando podía hablar por teléfono con él. Ese contacto directo era el que de verdad me hacía olvidarme de todo, dado que tenía puesto los cinco sentidos en sus palabras. Incluso cuando miraba las fotos mientras hablaba con él, eso sólo servía para ponerle un rostro a esas palabras, para aumentar, si cabe, la felicidad de hablar con él, pero nunca para sustituir la conversación personal.


Cuando no hablaba con él, eran las fotos las que me hablaban de él, me acompañaban, me hacían los días más llevaderos; incluso llegué a tener tanta familiaridad con ellas que me permití el lujo de entablar una especie de diálogo con ellas. Sin embargo esa conversación nunca fue con la foto (¿quién le va a hablar a un trozo de papel?...), sino con la imagen que la foto representaba en mi mente, que era la de mi padre vivo.


Era consciente de que la foto no era mi padre, pero encontraba un cierto alivio en expresar mis pensamientos de esa manera, en la intimidad de mi corazón. De todos modos, ese diálogo no sustituía al ansia de hablar con él directamente. Más bien lo aumentaba.


Los momentos más gozosos fueron cuando pude volver a casa. Entonces, ya las fotos tuvieron un valor secundario, ya nada podía sustituir a aquel contacto directo.


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Todos los cristianos nos hemos colocado ante una imagen del Señor, de la Virgen o de los santos al menos alguna vez en nuestra vida. Y también hemos estado ante Jesús Eucaristía, no imagen, sino verdadera presencia del Señor.

Ya el Concilio II de Nicea (787) declaró herética la tendencia iconoclasta, pero matizando en qué consiste el culto católico a las imágenes:

"Mirando estas imágenes, el fiel se acordará de aquel que ellas representan, se estimulará a imitarlo y se sentirá estimulado a tributarle respeto y veneración,
sin atribuir por eso a ellas un culto de adoración verdadero y propio, que corresponde sólo a Dios...

Ésta era la piadosa costumbre de los antiguos, ya que
el honor dado a una imagen va a aquel que ella representa, y quien venera a una imagen intenta venerar la persona allí representada."

3 comentarios:

  1. ¡Precioso artículo! y muy ilustrativo... ¡gracias por publicarlo!

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  2. ciertamente ilustra y me puse a reflexionar en ciertas etapas de mi vida tuve algunos choques por aquello de las imagenes. felicitaciones

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  3. Que el Señor les bendiga y les ilumine en sus vidas siempre.

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