jueves, 13 de febrero de 2020

La oración que va directa a Dios

Cuando queremos establecer un diálogo con alguien, tenemos que hacerlo presente de algún modo: en una charla cara a cara, por teléfono, por carta, etc. Siempre el intercambio de ideas, de pareceres, la relación paterno-filial, la relación entre amigos, exige un vínculo palpable, algo que podríamos llamar una presencia de esa otra persona

Cuando en la misma Sagrada Escritura el autor sagrado quiere ponderar la especial relación de Moisés con Dios, dice de él que hablaba con Dios “cara a cara” (Ex 33, 11-13). Esto no significa que el texto sagrado quiera decir que Moisés era tan grande como Dios, sino que el lazo que les unía era tan especial que les llevaba a hablar de ese modo, sin intermediarios, cara a cara, lo cual implica una presencia extraordinaria de Dios ante Moisés. Sin esa presencia es imposible decirse que se habla "cara a cara".

En el relato de la transfiguración (Lc 9, 30) se dice que Moisés y Elías hablaban con Jesús transfigurado. Los tres estaban presentes y establecen ese diálogo de modo especial ante los apóstoles.


Para hablar con Dios es importante hacerlo presente, saber que está presente en nuestras vidas y que nos ama. Y ¿cómo es esa presencia de Dios en nosotros? En orden al caso que quiero tratar en este momento me voy a centrar en las presencias eucarística y de inhabitación (si bien existen otras presencias como las de inmensidad, hipostática y de visión).


Por la presencia eucarística sabemos que Cristo mismo y todo Él se haya presente en el pan que ha sido consagrado. Dios, sin dejar el Cielo, es decir, sin sufrir ningún menoscabo en su esencia ni en su presencia celestial, se hace también presente íntegramente sustituyendo la sustancia del pan que deja de ser pan, aunque conserve sus accidentes, es decir, su apariencia de pan.


Por lo tanto, debido a lo excelso de esta presencia, nuestra oración puede dirigirse hacia la Hostia consagrada sabiendo que es Dios mismo allí presente el que nos atiende. Y está así presente en la reserva del Sagrario, en la custodia expuesta a la adoración de los fieles y cómo no, en la Santa Misa que lo hace posible y actual.


Pero también Dios se haya presente en el alma del bautizado que no está en pecado mortal (Jn 14, 23) por la inhabitación trinitaria


Todo bautizado ha recibido en su bautismo un tesoro de gracias inmenso, que lo convierte en hijo de Dios y heredero del reino celestial: 


a) la gracia santificante (es decir, la “misma sangre” de Dios que nos eleva al plano divino y nos hace hijos de Él). Este estado se pierde por el pecado mortal.


b) las virtudes infusas (las teologales, las cardinales y sus derivadas) cuya práctica nos marcarán el camino del cielo, el camino de la perfección cristiana, especialísimamente la virtud teologal de la caridad (o amor sobrenatural a Dios) que es la que lo ilumina todo y la que lo embellece todo. 


c) y los dones del Espíritu Santo, por los que Dios actuará en nosotros consiguiendo que la práctica imperfecta de las virtudes que nosotros solos no sabemos ejercitar adecuadamente, se conviertan en una práctica “a lo divino”, de modo que el alma que llega al estado en que merece esta intervención divina, actúa sus virtudes con la excelencia del mejor instrumentista.


Por todo esto es fácil de entender que la condición de ser hijos de Dios, es decir, de gozar de su “misma sangre”, de la gracia santificante (recibida en el bautismo), sea indispensable para que la Trinidad entera inhabite el alma de un bautizado. Un alma en pecado mortal (privada de la gracia santificante) no puede pretender gozar de esta presencia íntima de inhabitación.
De aquí se infiere claramente que para acceder al Santo entre los Santos en la comunión eucarística sea necesario el estado de gracia santificante, es decir, sin pecado mortal consciente, es decir, inhabitados por Dios mismo. 


No puede recibir una donación de sangre sino quien tiene el mismo grupo sanguíneo del donante, y la 
"sangre" del alma en pecado mortal ya no es la misma que la sangre del Hijo de Dios que se va a recibir en la Eucaristía.
 

En la Santa Misa, el alma inhabitada por Dios se encuentra en un hablar cara a cara con Dios mismo presente en la Eucaristía. No podemos concebir nosotros un encuentro más íntimo y más directo con Dios que comerle a Él mismo, que dejarnos llenar por su mismo ser y esencia que penetra en nosotros y nos llena sin dejar vacíos.

En la liturgia más antigua, los catecúmenos podían asistir a Misa y debían retirarse tras las lecturas y el sermón, porque lo que venía después, la consagración del Pan y el Vino, no era apto para su condición de no bautizados y privados, por tanto, de la misma “sangre” de Dios. Hoy en día se nos dice que quien esté en pecado mortal no puede acercarse a comulgar, puesto que como ya hemos visto, ambas cosas son incompatibles, aunque sí puede estar presente durante el resto de la Misa completa.


Para mí, en toda Misa, tanto la de lengua vernácula como la del rito tridentino, hay un momento muy especial que es el de la consagración. En esto no descubro nada nuevo. Para todos lo es. Pero en ese momento es cuando creo que debemos dirigir todas nuestras palabras y pensamientos a Dios que se hace allí presente sobre el altar. Nunca está más presente que allí que se está inmolando incruentamente por nosotros. Cada palabra que digamos, cada gesto, cada mirada, cada pensamiento debería ir encaminado a aquel Pan y Vino consagrados que ya son el mismo Dios del cielo. Y esto podemos hacerlo porque estamos inhabitados por El, porque es Él el que inspira nuestra oración y nos da la gracia para poder hablarle a Dios.


Cuando termina la consagración decimos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección; Ven, Señor Jesús”, y son las primeras palabras con las que nos estamos dirigiendo a Él, que está presente allí. Deberían de ser dichas desde la conciencia de que el mismo Cristo nos escucha en ese momento desde el altar.


Después con el “Amén” final tras la plegaria eucarística o canon romano, estamos uniéndonos a ese sacrificio que acaba de tener lugar, estamos asintiendo a todo lo que el sacerdote acaba de pronunciar, siendo toda la plegaria eucarística un hablarle a Él, todo dirigido a Él. Y nos unimos al sacerdote por ese Amén como decían en la antigua Roma, haciendo que “fuera como un trueno que hiciera temblar los templos paganos”.


Inmediatamente, con el “Padre Nuestro”, tomamos prestadas las mismas palabras de Cristo para hablarle al Padre. Es como si Cristo que nos inhabita hablara junto con nosotros dirigiéndose al Padre. Y no hay que olvidar que la teología católica dice que donde está el Hijo, está el Padre por la pericoresis, es decir, que en el Santísimo Sacramento se haya presente de cierto modo también el Padre Eterno. Por lo que cobra todo el sentido rezar el Padre Nuestro dirigiéndonos a las especies consagradas.

Más adelante decimos: “Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor” del mismo modo y con la misma intención que lo que llevamos dicho hasta ahora. Todo un reconocimiento de que aquel altar es la sede del Rey Todopoderoso y digno de toda gloria y que nosotros somos sus siervos.


Tras el saludo de la paz llega un momento íntimo especial, en el que nos vamos a dirigir a Él como el "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", para decirle que tenga misericordia de nosotros y que nos dé la paz. En ese momento el sacerdote parte un trozo pequeño de la Hostia consagrada y lo incorpora al cáliz con el Vino consagrado, representando así que el cuerpo y la sangre de Cristo que hasta ese momento estaban separados (símbolo de la muerte y del sacrificio) pasan a unirse de nuevo (simbolizando la Resurrección, la vida). En el rito tridentino se acentúa este momento tan importante arrodillándose los fieles nuevamente y adorando a Cristo que ha resucitado para ser ahora nuestro alimento.


Y por último y antes de comulgar decimos junto con el soldado romano “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, nuevamente dirigidos a Él. Son las palabras de un gentil con fe las que nos abren las puertas de la comunión. Este gesto se recalca en el rito tridentino repitiéndolo tres veces.


Todo este repaso a las palabras que decimos en la Misa tras la consagración a las que estamos acostumbrados no busca otra finalidad sino: 


- darnos cuenta de que le hablamos a Él que está allí presente y que por tanto debemos poner toda nuestra intención, nuestros pensamientos, nuestro amor en esa Víctima que se ofrece por nosotros sobre el altar en ese momento.


- que la comunión será más fructífera cuanto mejor haya sido preparada, y cuanto mejor dispuesta esté nuestra alma para recibir a nuestro Redentor, y conviene utilizar todas estas palabras de la liturgia con ese fin y evitar las comuniones apresuradas y distraídas.


- que una Misa dicha a la ligera o escuchada rutinariamente por nosotros es como un sol que brilla al que hemos cerrado las contraventanas de nuestro corazón. Si queremos recibir todo el tesoro de gracias actuales de la Misa y ponerlas en acto, tenemos que abrir esas contraventanas para dejarle entrar y dejarnos bañar por su gracia. 


En la Santa Misa nosotros somos Moisés.  

Nosotros somos Elías. 

Por la pura y simple gracia de Dios.


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