lunes, 28 de mayo de 2018

El matrimonio cristiano (Encíclica)

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Frutos del matrimonio cristiano

14. Si se considera a qué fin tiende la divina institución del matrimonio, se verá con toda claridad que Dios quiso poner en él las fuentes ubérrimas de la utilidad y de la salud públicas.  
Y no cabe la menor duda de que, aparte de lo relativo a la propagación del género humano, tiende también a hacer mejor y más feliz la vida de los cónyuges; y esto por muchas razones, a saber: por la ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por el amor fiel y constante, por la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que brota del sacramento. Es también un medio eficacísimo en orden al bienestar familiar, ya que los matrimonios, siempre que sean conformes a la naturaleza y estén de acuerdo con los consejos de Dios, podrán de seguro robustecer la concordia entre los padres, asegurar la buena educación de los hijos, moderar la patria potestad con el ejemplo del poder divino, hacer obedientes a los hijos para con sus padres, a los sirvientes respecto de sus señores.
De unos matrimonios así, las naciones podrán fundadamente esperar ciudadanos animados del mejor espíritu y que, acostumbrados a reverenciar y amar a Dios, estimen como deber suyo obedecer a los que justa y legítimamente mandan amar a todos y no hacer daño a nadie.

La ausencia de religión en el matrimonio

15. Estos tan grandes y tan valiosos frutos produjo realmente el matrimonio mientras conservó sus propiedades de santidad, unidad y perpetuidad, de las que recibe toda su fructífera y saludable eficacia; y no cabe la menor duda de que los hubiera producido semejantes e iguales si siempre y en todas partes se hubiera hallado bajo la potestad y celo de la Iglesia, que es la más fiel conservadora y defensora de tales propiedades. Mas, al surgir por doquier el afán de sustituir por el humano los derechos divino y natural, no sólo comenzó a desvanecerse la idea y la noción elevadísima a que la naturaleza había impreso y como grabado en el ánimo de los hombres, sino que incluso en los mismos matrimonios entre cristianos, por perversión humana, se ha debilitado mucho aquella fuerza procreadora de tan grandes bienes.
¿Qué de bueno pueden reportar, en efecto, aquellos matrimonios de los que se halla ausente la religión cristiana, que es madre de todos los bienes, que nutre las más excelsas virtudes, que excita e impele a cuanto puede honrar a un ánimo generoso y noble? Desterrada y rechazada la religión, por consiguiente, sin otra defensa que la bien poco eficaz honestidad natural, los matrimonios tienen que caer necesariamente de nuevo en la esclavitud de la naturaleza viciada y de la peor tiranía de las pasiones. De esta fuente han manado múltiples calamidades, que han influido no sólo sobre las familias, sino incluso sobre las sociedades, ya que, perdido el saludable temor de Dios y suprimido el cumplimiento de los deberes, que jamás en parte alguna ha sido más estricto que en la religión cristiana, con mucha frecuencia ocurre, cosa fácil en efecto, que las cargas y obligaciones del matrimonio parezcan apenas soportables y que muchos ansíen liberarse de un vínculo que, en su opinión, es de derecho humano y voluntario, tan pronto como la incompatibilidad de caracteres, o las discordias, o la violación de la fidelidad por cualquiera de ellos, o el consentimiento mutuo u otras causas aconsejen la necesidad de separarse. Y si entonces los códigos les impiden dar satisfacción a su libertinaje, se revuelven contra las leyes, motejándolas de inicuas, de inhumanas y de contrarias al derecho de ciudadanos libres, pidiendo, por lo mismo, que se vea de desecharlas y derogarlas y de decretar otra más humana en que sean lícitos los divorcios.

16. Los legisladores de nuestros tiempos, confesándose partidarios y amantes de los mismos principios de derecho, no pueden verse libres, aun queriéndolo con todas sus fuerzas, de la mencionada perversidad de los hombres; hay, por tanto, que ceder a los tiempos y conceder la facultad de divorcio. Lo mismo que la propia historia testifica. Dejando a un lado, en efecto, otros hechos, al finalizar el pasado siglo, en la no tanto revolución cuanto conflagración francesa, cuando, negado Dios, se profanaba todo en la sociedad, entonces se accedió, al fin, a que las separaciones conyugales fueran ratificadas por las leyes. Y muchos propugnan que esas mismas leyes sean restablecidas en nuestros tiempos, pues quieren apartar en absoluto a Dios y a la Iglesia de la sociedad conyugal, pensando neciamente que el remedio más eficaz contra la creciente corrupción de las costumbres debe buscarse en semejantes leyes.

Males del divorcio

17. Realmente, apenas cabe expresar el cúmulo de males que el divorcio lleva consigo. Debido a él, las alianzas conyugales pierden su estabilidad, se debilita la benevolencia mutua, se ofrecen peligrosos incentivos a la infidelidad, se malogra la asistencia y la educación de los hijos, se da pie a la disolución de la sociedad doméstica, se siembran las semillas de la discordia en las familias, se empequeñece y se deprime la dignidad de las mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas así que hayan satisfecho la sensualidad de los maridos.
Y puesto que, para perder a las familias y destruir el poderío de los reinos, nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública.
Y se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones: con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda rotos los diques.

Su confirmación por los hechos

18. Todas estas cosas son ciertamente claras de suyo; pero con el renovado recuerdo de los hechos se harán más claras todavía. Tan pronto como la ley franqueó seguro camino al divorcio, aumentaron enormemente las disensiones, los odios y las separaciones, siguiéndose una tan espantosa relajación moral, que llegaron a arrepentirse hasta los propios defensores de tales separaciones; los cuales, de no haber buscado rápidamente el remedio en la ley contraria, era de temer que se precipitara en la ruina la propia sociedad civil.
Se dice que los antiguos romanos se horrorizaron ante los primeros casos de divorcio; tardó poco, sin embargo, en comenzar a embotarse en los espíritus el sentido de la honestidad, a languidecer el pudor que modera la sensualidad, a quebrantarse la fidelidad conyugal en medio de tamaña licencia, hasta el punto de que parece muy verosímil lo que se lee en algunos autores: que las mujeres introdujeron la costumbre de contarse los años no por los cambios de cónsules, sino de maridos.
Los protestantes, de igual modo, dictaron al principio leyes autorizando el divorcio en determinadas causas, pocas desde luego; pero ésas, por afinidad entre cosas semejantes, es sabido que se multiplicaron tanto entre alemanes, americanos y otros, que los hombres sensatos pensaran en que había de lamentarse grandemente la inmensa depravación moral y la intolerable torpeza de las leyes. Y no ocurrió de otra manera en las naciones católicas, en las que, si alguna vez se dio lugar al divorcio, la muchedumbre de los males que se siguió dejó pequeños los cálculos de los gobernantes.
Pues fue crimen de muchos inventar todo género de malicias y de engaños y recurrir a la crueldad, a las injurias y al adulterio al objeto de alegar motivos con que disolver impunemente el vínculo conyugal, de que ya se habían hastiado, y esto con tan grave daño de la honestidad pública, que públicamente se llegara a estimar de urgente necesidad entregarse cuanto antes a la enmienda de tales leyes. ¿Y quién podrá dudar de que los resultados de las leyes protectoras del divorcio habrían de ser igualmente lamentables y calamitosas si llegaran a establecerse en nuestros días? No se halla ciertamente en los proyectos ni en los decretos de los hombres una potestad tan grande como para llegar a cambiar la índole ni la estructura natural de las cosas; por ello interpretan muy desatinadamente el bienestar público quienes creen que puede trastocarse impunemente la verdadera estructura del matrimonio y, prescindiendo de toda santidad, tanto de la religión cuanto del sacramento, parecen querer rehacer y reformar el matrimonio con mayor torpeza todavía que fue costumbre en las mismas instituciones paganas.
Por ello, si no cambian estas maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad humana vivirán en constante temor de verse arrastradas lamentablemente a ese peligro y ruina universal, que desde hace ya tiempo vienen proponiendo las criminales hordas de socialistas y comunistas. En esto puede verse cuán equivocado y absurdo sea esperar el bienestar público del divorcio, que, todo lo contrario, arrastra a la sociedad a una ruina segura.

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Encíclica Arcanum Divinae Sapientiae, S.S. León XIII, 1880

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