miércoles, 4 de marzo de 2009

Amor y libertad: Dios nos ama perfectamente (y III)


Pero dando un paso más, para amar es necesaria la libertad. No podemos amar desde la falta de libertad. En el acto de amar activo no puedo obligar a nadie a recibir mi amor. Sería como esclavizarlo, utilizarlo, manipularlo a mi exclusiva voluntad, todas ellas cualidades completamente ajenas al verdadero amor, y contrarias a aquel amor de origen divino que vimos al comienzo de este escrito.

Si nos fijamos en el amar pasivo, tampoco podemos exigir de nadie su amor, aunque en algunos casos pudiera parecernos lógica la existencia de un “amor debido”. El hijo que se ve abandonado por sus padres puede pensar que le es debido el amor de ellos hasta el punto de poder reclamárselo y exigírselo obligatoriamente.

Pero sin embargo, esto no es así. Puede parecernos que incluso las legislaciones civiles pueden pretender forzar la existencia de este “amor debido” cuando no se presta por los verdaderos responsables (los padres, en el ejemplo). Pero las disposiciones legales no hacen sino proteger intereses, y nunca obligar a amar, pues el acto de amor es siempre un acto humano libre y voluntario, exigible sólo desde el orden moral.

Por lo tanto, quien ama y lo hace de manera perfecta, como es Dios, lo hará también otorgando la plena libertad a la persona amada, en este caso el ser humano.

En este punto, una vez sentada la libertad como presupuesto indispensable del amor, no podemos dejar de fijarnos en que la Libertad, con mayúsculas, siempre implica la “libertad de decidir”, es decir, la posibilidad de elegir entre dos o más opciones. Una única opción en la vida no permite la libertad, siempre deben darse al menos dos. Por tanto, el bien no puede darse como única opción a los seres humanos en el obrar, sino que el bien siempre deberá presentarse en su oposición al mal, no como algo querido por Dios, sino como una consecuencia inevitable del amor que respeta la libertad del otro. El mal no está en Dios ni en su voluntad, sino en la libertad del que elige.

“… Porque el diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por sí mismos, se hicieron malos. El hombre, empero, pecó por sugestión del diablo.”, Concilio IV de Letrán, XII ecuménico (1215), La fe católica.

El error del ser humano consiste en elegir el mal. El árbol del conocimiento del bien y del mal existía ya en el paraíso del Génesis antes de que el hombre cayera en la tentación (Gn 2, 9). No es Dios el que se equivoca al permitir su existencia, es el hombre el que yerra al elegir lo que no está a su alcance. Dios no quiere el mal, ni para sí mismo, ni para nosotros. Dios nos da la posibilidad de optar por su amor que no acaba nunca, y el ser humano termina optando por la inmediatez del bien aparente, de la ilusión de bien, de querer ser como Dios.

El mal no existe en el mundo por voluntad de Dios, sino que somos nosotros los que cooperamos a su existencia en nuestro día a día con nuestras opciones personales. La libertad implica poder decidir entre amar y no amar, entre el bien y el mal. Poder optar por acertar o equivocarse. Poder elegir entre crecer en virtud o hacer daño a los demás.

Por lo tanto, el amor de Dios siempre nos exige una respuesta moral, es decir, una respuesta en nuestras vidas. El amor de Cristo no es un amor que se proclama solo con la boca, sino que una vez proclamado, hay que llevarlo a su realización en el Reino de Dios. Y el que mejor lo supo realizar fue Él mismo con su entrega total, con su Pasión y su fidelidad irrevocable a su vida y a su predicación. Sólo por esto, por el ejemplo dado por Cristo de cómo hay que amar, merecen la pena todos los esfuerzos que, con la ayuda de la gracia, hacemos los cristianos por hacer presente en nosotros su amor en medio del mundo. Si, además, hemos recibido el regalo de la Resurrección, la promesa de la vida que no acaba, nuestra felicidad es todo lo completa que nos dice el apóstol: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos” (Fil 4, 4).

Y este es el punto final de mi reflexión de hoy: que el amor de Dios primigenio, existente en Dios desde toda la eternidad e inserto en nuestra naturaleza por voluntad suya, nos impulsa de manera suave y cariñosa mediante la alegría del ciento por uno en este mundo hasta la alegría de la promesa de nuestra resurrección futura que, en definitiva, no será otra cosa que nuestra inserción en el amor infinito de Dios mediante la visión beatífica. Veremos a Dios tal cual es porque su amor nos inundará para completar en nosotros esa semilla de amor que puso en nuestra creación.

Enlaces relacionados:
¿Cuál es la verdadera libertad?
Doctrina sobre el Espíritu Santo: el filioque.

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