lunes, 7 de mayo de 2012

Cristo, la oportunidad de nuestras vidas

Cada uno de nosotros hemos recibido multitud de oportunidades desde nuestro nacimiento. Solemos valorar y apreciar todo lo que ha sido puesto en nuestra vida para nuestro bien y prosperidad. Apreciamos el don de haber nacido en una familia que nos acoge, de haber podido disponer de recursos para no pasar hambre, de disponer de educación, amigos, bienes, cultura, amor, conocimiento, etc.


Todas estos dones son oportunidades para vivir mejor, para gozar de nuestra vida de una manera más plena y radiante.
¿Qué nos aporta la fe en este marco vital? ¿Tiene la fe algo que decir en todo esto?
Hoy quiero reflexionar sobre el sentido que aporta a nuestra vida la fe cristiana y católica.


Si nosotros mismos y los que nos rodean trabajamos incesantemente por mejorar nuestras condiciones vitales, la fe se encarga de llenar nuestra vida de oportunidades.


Amar al que está cerca de nuestro corazón es relativamente fácil; la fe nos da la oportunidad de descubrir que también podemos amar al que no es digno de amor, según los criterios del mundo.


Si nos van mal las cosas, la fe no nos sacará de nuestro trance, pero nos dará la oportunidad de descubrir que otras personas viven en circunstancias peores que las nuestras y trabajan por vivir su vida a veces con más dignidad que la nuestra propia.


Si nos equivocamos y pecamos, podríamos olvidarlo sin más y autojustificarnos; la fe, en cambio, nos da la oportunidad de practicar la humildad, para no creernos que ya lo hacemos todo bien, y dirigirnos a Dios en busca de perdón, porque si no lo hacemos ¿cómo vamos a perdonar a quien nos agravie alguna vez? No conoceremos el beneficio de sentirse perdonado para darlo a los demás.


Si nuestra soberbia y egoismo le causa un daño a alguien, nuestro orgullo podría buscar excusas en nuestro corazón para justificar nuestro proceder; la fe nos da la oportunidad de colocarnos en el lugar de la persona ofendida, sentir su dolor como si nos lo hubieran hecho a nosotros y reconocer que ese nunca es el camino.


Si nuestro cansancio o indolencia nos persuade de que no es imprescindible ir a Misa los domingos para nuestra fe, que podemos ser cristianos sin esa carga absurda, la fe nos da la oportunidad de convertir esa "carga" en una disciplina personal en nuestras vidas, en un encuentro con los demás, en una consagración especial de parte de nuestro tiempo al Señor de lo Eterno. Hoy renegamos de la disciplina en la vida, pero nos cargamos de nuevas disciplinas: el gimnasio, las dietas, el aparentar. Cambiamos las disciplinas que hacen crecer el alma, por las que desarrollan sólo el cuerpo.


Nuestro mundo nos hace ser orgullosos y engreidos, pero nos rendimos con todo nuestro ser ante sentimientos superficiales y vacíos: nuestro equipo deportivo favorito, nuestro cantante preferido como si ocuparan un lugar imprescindible en nuestra vidas; la Eucaristía nos da la oportunidad de arrodillarnos ante quien es el Señor del universo, de saber que bajo la apariencia de este trozo de pan, se halla la Esencia de todo. Él sí que merece nuestra adoración, y haciéndolo, nos conduce por el camino del bien y la paz.


Cristo llena nuestra vida de oportunidades, de manera que no sólo los dones se convierten en algo positivo, sino que todo lo que sucede en nuestras vidas, aunque sea negativo, sirve para nuestro crecimiento. La oración será la que nos muestre este valor en nuestras vidas y haga que llevemos a plenitud lo que San Pablo nos dice en Romanos 8, 28: "Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman".


¿Acaso no es Cristo así, también, un Salvador para nuestra vida cotidiana, para llenarla de motivos de cambio y mejora, en definitiva, de oportunidades de crecer?


La Gran Oportunidad perdida fue la desobediencia a Dios en el paraíso. El fin primordial de nuestras vidas es enderezar definitivamente aquel error y sus consecuencias en nosotros.


En esta tarea bien merece la pena invertir una vida.


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