Como todos sabéis, las hermanas Comunicadoras Eucarísticas del Padre Celestial forman una Congregación católica que se dedica a la propagación del Evangelio a través de los medios de comunicación social.
Con programas como "De corazón a corazón" protagonizado por la hermana Gabriela e Iris, principalmente, ellas nos han tocado el corazón para ponernos en el camino verdadero hacia Cristo.
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Todos los años recibimos noticias de premios que se otorgan a muchas personas e instituciones alrededor del mundo. Pero quizás los premios por excelencia, los que gozan de una popularidad especial son los premios Nobel.
No ha faltado la polémica en muchas concesiones de estos premios, en particular de los llamados premios Nobel de la Paz.
Este año ya hemos conocido que el premio ha ido destinado al presidente de los Estados Unidos. Quien ha alcanzado la presidencia de ese pais tiene a su cargo el mayor presupuesto militar del mundo, una industria de producción de armamento que es uno de los baluartes de su economía, compromisos con muchos paises e instituciones que no están basados en principios pacíficos, precisamente, etc.
Sin embargo, hay un Jefe de Estado de un pequeño territorio en el centro de Italia, que no dispone de ningún presupuesto de defensa ni invierte ningún caudal de dinero en promover ningún tipo de guerra u hostilidad en el mundo. Esta persona y la institución que encabeza, y a la que representa ante el resto de los hombres, han defendido la paz verdadera, la que no brota de una falsa justicia sino que se fundamenta en la verdadera. Y ha luchado por ella en numerosas ocasiones, con exposición de su propia vida.
Ese Jefe de Estado es el líder espiritual de 1.000 millones de católicos que siguen y aman a Cristo que es Príncipe de la Paz y que murió de la manera más pacífica y resignada que ha conocido la historia por amor a todos.
Sin embargo, ningún Papa ha recibido el premio Nobel de la Paz. ¿No ha habido Papas que han trabajado por la paz? Seguro que sí, pero probablemente no esté bien visto dar un premio de ese calado a la cabeza de la Iglesia Católica.
Benedicto XV sufrió los horrores de la I Guerra Mundial y trabajó arduamente por la paz.
Pío XII arriesgó su vida y la integridad del propio Estado Vaticano para defender a muchos perseguidos por el régimen nazi, aun cuando sabía que hubieran podido invadir el Palacio Apostólico con la máxima facilidad.
Juan XXIII hizo el mayor alegato en favor de la paz en el mundo en su encíclica Pacem in Terris, entre muchos hechos de su vida que hablan de su corazón pacífico.
Juan Pablo II trabajó arduamente para evitar los conflictos de la guerra del Golfo y la invasión de Irak.
Benedicto XVI no se cansa de hablar y predicar la paz allá donde va y se le escucha.
Pero ningún Papa ha recibido dicho premio. Ni siquiera la Iglesia Católica como institución.
Desde aquí brindo una pequeña idea para devolver el auténtico sentido a este premio: otorgar un último premio al valedor más importante de la paz de todos los tiempos: a Jesús de Nazaret.
A lo mejor tampoco esto está bien visto.
"Un error que lleva a suponer que no hay nada que aprender sobre el amor, radica en la confusión entre la experiencia inicial del "enamorarse" y la situación permanente de "estar enamorado" o, mejor dicho, de "permanecer enamorado".
Si dos personas que son desconocidas la una para la otra como lo somos todos, dejan caer de pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes y excitantes de la vida.
Y resulta aún más maravilloso y milagroso para aquellas personas que han vivido encerradas, aisladas, sin amor.
Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero.
Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial.
No obstante, al comienzo no saben todo eso: en realidad, consideran la intensidad del apasionamiento, ese estar "locos" el uno por el otro, como una prueba de la intensidad de su amor, cuando solo muestra el grado de su soledad anterior."
En su libro El arte de amar, del que he tomado esta cita textual, Erich Fromm nos brinda unas reflexiones contundentes sobre el amor humano. El autor no era cristiano, pero sus conclusiones y sus razonamientos pueden ser recibidos sin dificultad desde la fe cristiana en la inmensa mayoría de las ocasiones. Un espíritu fino y agudo sabrá discernir las contadas ocasiones en las que no podemos estar completamente de acuerdo.
En este texto el autor nos brinda en unos breves párrafos el quid del tema del enamoramiento: confundir la chispa que se origina entre dos personas que se dan a conocer con el verdadero amor. Cuántos matrimonios han fracasado por dejarse llevar por esta confusión.
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En su magnífico libro Jesús de Nazaret, la verdad de su historia, el hoy obispo auxiliar de Madrid, Don Juan Antonio Martínez Camino, nos propone tres criterios que nos sirven para descubrir que los relatos evangélicos son creíbles en cuanto a la veracidad histórica de la vida de Jesús que nos narran.
Al hablar de la credibilidad de los evangelios me estoy refiriendo a un criterio exclusivamente histórico textual, pues la razón de creer en ellos como Palabra de Dios nos la da la Iglesia que, desde los primeros tiempos, ha venerado de un modo muy especial estos textos primero como escritos venerables y luego como Palabra de Dios.
El primer criterio es el del testimonio múltiple que nos guía para descubrir la certeza histórica de estos escritos en la variedad de testigos que nos han proporcionado su relato sobre la vida de Jesús. No solamente tendríamos que fijarnos en que son cuatro los evangelistas que nos narran los hechos relativos a Cristo, sino la posible presencia de la llamada fuente Q común a los evangelios sinópticos y que algunos biblistas han postulado como una colección de relatos sobre la vida de Cristo, previa a la redacción de los escritos evangélicos, y que sus autores deberían conocer pues Mateo, Marcos y Lucas presentan un trasfondo de hechos narrados semejantes entre los tres.
No se conserva ningún texto que contenga la fuente Q, sino que hasta ahora es sólo una hipótesis para explicar la semejanza existente entre los evangelios sinópticos.
A estos testimonios, yo añadiría el de la propia Iglesia primitiva que mediante la veneración de estos textos y su conservación a lo largo de los siglos, representa un aval de la autenticidad de lo allí narrado en cuanto a su concordancia con la tradición oral recibida por muchos testigos directos e indirectos de los hechos de Jesús.
El segundo criterio sería el de discontinuidad. Por este criterio los evangelios nos aparecen como veraces porque muestran unos hechos que se apartan de las costumbres judías habituales. Así como cuando Jesús dice: "se os dijo por Moisés... pero yo os digo", o también en el hecho de que Jesús eligiera a sus discípulos (cuando la costumbre judía era la contraria), o que contara entre sus seguidores a mujeres. No parece lógico que un falsificador o distorsionador de la realidad ocurrida recurriera a este tipo de narraciones que harían la historia de Jesús menos creíble por los judíos, incluso rechazable.
Por lo tanto, el criterio de discontinuidad es para nosotros una garantía de que el autor de cada texto no pretendió congraciarse a sus posibles lectores, sino que plasmó los hechos que realmente habían ocurrido, pues hubiera sido mucho más fácil y eficaz emprender un camino totalmente distinto eliminando todo roce con la legalidad y las tradiciones judías.
El tercer criterio que nos presenta el autor del libro es el de conformidad. Los relatos evangélicos nos muestran hechos de la vida de Jesús que son relativos a la vida ordinaria, a hechos y costumbres que corresponden a la historia de la época en que sabemos que sucedieron. Los prodigios y hechos extraordinarios se producen en un marco histórico ordinario, con personas también ordinarias y bastante imperfectas (como lo fueron los discípulos).
La opción de un falsificador pasaría por crear un marco idílico para contextualizar la vida de un ser tan especial como Cristo; que las personas que Él eligiera fueran santas o muy cercanas a la santidad, y no pecadores; que no se ocupara en mostrar los rasgos más humanos de Jesús (se cansa, llora, tiene hambre y sed, trabaja). Hablar de un Hombre-Dios que hace todas estas cosas parece que devaluaría el mensaje que un posible falsificador quisiera transmitir de un ser tan especial, por lo que su presencia nos revela la intención de autenticidad de los autores sagrados.
En el marco de este último criterio tendríamos que añadir la coherencia verdaderamente pasmosa que se nos revela de los hechos y enseñanzas de Cristo, desde su predicación, sus milagros, sus parábolas, su vida y su muerte, así como la resurrección, y su relación con la primera comunidad cristiana.
La vida y la predicación de Cristo apuntan hacia una sola dirección única que nosotros llamamos el ideal de la vida evangélica, con unos principios y una enseñanza que aún hoy, dos mil años después de que fueron formuladas, se despliegan con toda su fuerza de conversión en nuestros corazones.
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La presencia de Cristo en la Eucaristía
Oración para una visita a Jesús Sacramentado, por San Juan Pablo II
Diez consejos para perder la fe
Como el amor sólo mora en la paz, cuidad de conservar la santa tranquilidad de corazón que os recomiendo con tanta frecuencia.
Todos los pensamientos que nos causan inquietud y agitación del alma no son en absoluto de Dios, que es el Príncipe de la Paz. Son tentaciones del enemigo y, por consiguiente, hay que rechazarlas y no tomarlas en cuenta.
Sobre todo, es preciso vivir pacíficamente. Aunque nos llegue el dolor, interior o exterior, debemos recibirlo pacíficamente. Si nos llega la alegría, es preciso recibirla pacíficamente sin estremecernos de gozo. ¿Hay que huir del mal? Hay que hacerlo pacíficamente, sin preocuparnos, porque, de otro modo, al huir podríamos caer y proporcionar al enemigo el placer de matarnos. Hay que hacer el bien, hay que hacerlo pacíficamente, pues afanándonos, cometeríamos numerosas faltas.
Hay que vivir pacíficamente incluso la mortificación.
San Francisco de Sales, carta a la abadesa de Puy d'Orbe.
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Los regalos misteriosos de Dios
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».
Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. (Lc 24, 13-35).
Bellísimo pasaje de la Escritura, el del Camino de Emaús, en el que se nos pone de manifiesto cómo los discípulos escucharon las explicaciones del Maestro y no lo reconocieron; es al partir el pan, cuando lo se dan cuenta de que es Él; y entonces reflexionan sobre cómo ardía su corazón cuando les explicaba las Escrituras.
Jesús es el Maestro que con su predicación nos muestra el sentido de las Escrituras, nos la explica paso por paso a pesar de nuestra falta de entendimiento al oir su voz.
Pero la piedra clave del arco que lo sustenta todo y le da sentido a todo es Él mismo en la fracción del pan. Él lo ilumina todo y es la Eucaristía la que permite entender toda la Escritura, pues ella nos lleva al Cristo real, y Éste nos devuelve a la Escritura con un nuevo sentido, con una nueva vida, con un nuevo fuego en nuestros corazones.
La Eucaristía de nuevo como centro del Universo, punto de partida y de llegada en la interpretación del AT que, bajo su luz, cobra nuevo significado para el creyente; como joya confiada a la Iglesia y fuente de la vida del cristiano.
Acércate hermano, y participa de este tesoro admirable
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Primer artículo de la serie
Casi todo sobre las indulgencias
"El regreso a casa"
W. Dudley cuenta que en el fondo de un estanque vivían unas larvas. No comprendían qué pasaba después de subir por los tallos de los lirios hasta la superficie del agua. Intrigadas, las larvas se prometieron mutuamente que la siguiente a quien ordenaran que subiera a la superficie, volvería y les contaría lo sucedido: si había otra vida...
De pronto, una de las larvas sintió el impulso urgente de buscar la superficie. Subió por un lirio y experimentó una transformación dolorosa y a la vez gloriosa, que hizo de ella una libélula con dos pares de alas perfectas para el vuelo. En vano trató de cumplir su promesa. Volaba una y otra vez sobre el estanque. Veía a sus amigas, las larvas, en el fondo, sin poderles comunicar la nueva vida espléndida y maravillosa que ahora poseía. Entonces, la grácil y bella libélula, con su acrobático vuelo, comprendió que, aunque la vieran, jamás la podrían reconocer. Estaban en dos mundos totalmente diferentes.
Olga Bejano, Alas Rotas, p. 98.
(Para leer el primer artículo de esta serie, pinche aquí.
Para leer el artículo anterior, pinche aquí.)
María dijo entonces: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. Su Nombre es santo. (Lc 1, 46-49).
Los protestantes no suelen predicar sobre la Virgen María, a pesar de que Lutero tiene grandes sermones escritos sobre ella. Para ellos, la Virgen María sólo tenía su papel en las festividades navideñas, como una figura más de su representación de la escena del nacimiento de Jesús.
Sin embargo, San Lucas nos dice que todas las generaciones la llamaremos feliz, bienaventurada, dichosa por las obras tan maravillosa que el Padre Eterno había realizado en ella. Muchos cristianos ignoran la presencia de la Virgen en los misterios de Cristo en contra de la propia Escritura.
Si Jesús, el judío obediente, tuvo que querer y respetar a su madre, ¿cómo no vamos a hacerlo nosotros? Por tanto, para el cristiano, la Virgen María no puede ser una mera figura decorativa de la que se puede prescindir en cualquier momento como secundaria y superflua. Ella es nuestra madre, por voluntad de Cristo, que nos la ha dado al comienzo y al final de su vida, en Belén al nacer de ella y en la cruz al entregársela a San Juan.
Una vez más el camino correcto lo estaba marcando la Iglesia católica para Marcus.
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... y X: el camino de Emaús
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero–.[1] Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.
“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars.[2] Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.[3] Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”.[4] Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.[5] Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.[6]
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión.[7] El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía.[8]
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal[9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”.[10] En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”.[11]
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.[12] “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”.[13] Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”.[14] “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.[15] Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.[16] Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.[17] Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.[18] Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.[19]
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas”.[20] Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua”.[21] En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”.[22] “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.[23]
Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.[24] Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”.[25] A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis”,[26] decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”.[27] Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”.[28] Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”.[29]
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.[30] Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.[31] Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”.[32] Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”.[33] Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.[34]
La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana”.[35] El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”,[36] sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo”.[37] Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.[38] Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”.[39] Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.[40] También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.[41] También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”.[42] Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”.[43] Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.[44]
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo”.[45] A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”.[46] Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”.[47] Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.[48] Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.[49] Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.
El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854”.[50] El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”.[51]
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.
Con mi bendición.
Vaticano, 16 de junio de 2009.
Al igual que yo, muchos de vosotros apreciais "La Casita sobre la Roca" de la familia Olguín Mesina, que habéis conocido a través de EWTN o de los videos que he colocado en internet.
La familia que produce tan admirable serie tiene elaborados unos DVD con esta serie que están disponibles para la venta.
Los que admiramos las producciones de esta familia tenemos la obligación moral de ayudarles con nuestra aportación y comprando sus DVDs para que puedan tener los recursos necesarios para afrontar nuevas producciones tan edificantes para la fe.
Quienes deseen adquirir estos DVDs pueden hacerlo escribiendo a la dirección de correo
valivan@terra.es
o también a los teléfonos (+34) 985 56 08 95 o (+34) 985 56 15 27. Los DVD se recibirán por correo y se abonarán contra reembolso.
La crisis nos afecta a todos por igual, pero existen proyectos a los que no podemos volver la espalda porque, en realidad, exigen muy poco de nosotros para construir una gran obra.
Muchas gracias en nombre de la familia Olguín Mesina.
Señor, desde este punto todas mis cosas sean vuestras: yo os las doy y pongo en vuestras manos, haced de ellas y de mí todo lo que quisiereis como de vuestra hacienda propia.
Vuestra es mi alma, mi vida, mi salud, mi contento, mi quietud, mi honra, mi hacienda y todo lo que yo en esta vida puedo tener y desear, que no quiero nada sino solo a Vos.
Si me quisiereis dar algo de esto, lo tomaré como hacienda vuestra, y si lo quisiereis quitar, no me agraviaré ni me quejaré, pues ya os lo he dado y no es mío.
Y todas vuestras cosas son mías y las tomo por propias. Vuestra honra, vuestra ley, vuestra Iglesia, vuestra fe, vuestro Padre y Madre y vuestros santos, vuestra cruz, vuestras almas que hay en la tierra.
Y de aquí adelante no quiero otra cosa sino volver por vuestra honra, guardar vuestra ley, hacer fruto en vuestra Iglesia, reverenciar y servir a vuestra Madre y a vuestro Padre Eterno y a los santos del cielo, procurar la salud de vuestras almas, sufrir vuestra cruz y todo lo que yo supiere que os da gusto y contento hacerlo, aunque me cueste la vida.
P. Jerónimo Gracián de la Madre de Dios.
Para comunicar alguna gracia concedida: padregracian@gmail.com
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Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia. (Col 1, 24).
El sufrimiento, para los protestantes, es difícil de encuadrar en la doctrina cristiana. Sin embargo, San Pablo nos está diciendo que tenemos que unir nuestro sufrimiento al de Cristo, de manera misteriosa, para completar su obra de gracia, para que Él los use para bien de todos.
Para muchos católicos, tampoco el sufrimiento es fácilmente entendible, y por eso muchas veces en nuestra vida lo rechazamos como algo impropio del ser humano. No se trata de que los cristianos seamos masoquistas hasta el punto de que nos agrade sufrir, sino de que, a imitación de Cristo, entreguemos nuestro sufrimiento como gesto de amor por la Iglesia, por los demás.
No entendemos el sufrimiento porque no entendemos el acto redentor de Cristo, porque la cruz sigue siendo un escándalo para nosotros mismos. Cristo murió por nosotros y lo hizo sufriendo para enseñarnos cómo se puede amar, hasta en el dolor físico y espiritual. Para que entendiéramos que toda nuestra vida podemos convertirla en un gesto de amor, si nos lo proponemos y se lo pedimos con fe.
Los actos de amor muchas veces duelen, no son meras palabras que pronunciamos sino pasos que damos hacia los demás, aunque sean nuestros enemigos. Y eso duele.
Por tanto, el sentido del sufrimiento cristiano nace de la Cruz de Cristo y se manifiesta en la Iglesia, la fundada por Él, tal y como nos lo recuerda San Pablo. Cristo-Cabeza e Iglesia-Cuerpo unidos nuevamente para enseñarnos el camino correcto de la fe, que no es otro que vivirla en nuestra Iglesia.
El crucificado es, por tanto, el camino hacia el amor a Dios y a los hermanos. Así se ama.
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Citas que deberían leer los protestantes: la Virgen María.
Ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad en absoluto. El reino humano permanece humano, y el que afirme que puede edificar el mundo según el engaño de Satanás, hacer caer el mundo en sus manos.
Aquí surge la gran pregunta que nos acompañará a lo largo de todo este libro: ¿qué ha traído Jesús realmente, si no ha traido la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traido? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traido a Dios.
Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abrahám hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los Profetas; el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios , el Dios de Abrahám, Isaac y Jacob, el Dios verdadero. Él lo ha traído a los pueblos de la tierra.
Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco.
Sí, el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia.
Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá.
S.S. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, pp. 69-70.
Enlaces relacionados:
San Agustín: Cristo no mengua.
Santa Teresa de Jesús: el Castillo interior.
Santa Ángela de la Cruz: los hijos de la humildad.
Es muy frecuente que nos encontremos campañas publicitarias de todo tipo en las que podemos encontrarnos fotos llamativas que pretenden atraernos y captar nuestra atención.
Esta labor forma parte del medio publicitario: convencer visualmente del argumentario básico a transmitir en una campaña. Pero con mucha frecuencia, nos encontramos con imágenes que pueden impactar a primera vista, pero que en realidad resultan tergiversaciones que no conducen a aclarar la verdad que se debe transmitir en una campaña publicitaria.
Para aclarar esta idea, me remitiré a explicar las fotos que acompañan a este artículo como ejemplo. La primera de ellas, la que encabeza este texto, es verdaderamente espectacular. Un grupo de chimeneas cerca del horizonte vierten a la atmósfera un humo espeso que nos induce a pensar en una grave e intensa contaminación. El espectáculo que se brinda es bello y aterrador a la vez.
Sin embargo, convendría realizar un análisis más detallado del contenido de la foto. Las chimeneas se encuentran en una situación muy próxima al horizonte, y por tanto, muy lejanas al observador. Sin embargo, la mayor parte de las chimeneas presentan una anchura considerable, hasta el punto en que, aún en la lejanía, se aprecia visiblemente su grosor.
Estas chimeneas grandes, que arrojan a la atmósfera un volumen importante de un humo espeso no son otra cosa que... evaporadores de agua. Sí. Ese 'humo' que se ve salir por esas chimeneas no es un humo contaminante, ni nada que se le parezca, sino vapor de agua. En el ciclo del agua de las centrales térmicas, estas chimeneas forman parte del proceso final de enfriamiento de la misma.
Es cierto que las chimeneas que son mucho más estrechas y tienen forma de lápiz sí pueden estar expulsando el contenido de gases fruto de la combustión en la caldera de la central de un combustible fósil. Pero utilizar fotos tergiversadamente no puede justificarse sólo por la parte de verdad que contengan, cuando el impacto de la foto reside precisamente en la falsedad.
Mentir es mentir, se haga por quien se haga y contra quien se haga. Ambas fotos pertenecen a una campaña publicitaria de un organismo de la Iglesia y no por eso debemos justificar su uso. Debemos amar la verdad por encima de todo, y no ceder ante posibles buenos fines. Cristo es para nosotros ejemplo y fundamento de Verdad y no podemos transigir con estos principios.
En la segunda foto podemos apreciar todo esto en más detalle. Se aprecian perfectamente los dos tipos de chimeneas: las anchas que vierten vapor de agua, y las estrechas que vierten humo de la combustión.
Para quien quiera ampliar esta información, puede hacerlo a través del enlace siguiente:
Esquema de una central térmica
Hay verdades evangélicas, y en absoluto secundarias, que – sobre todo, hoy – tendemos a olvidar, a eliminar. Una de estas realidades incómodas, que todos estaríamos contentos de evitar, es confirmada con fuerza por el mismo Jesús. Es la pregunta dramática que dirige, como advertencia, a sus discípulos de cualquier tiempo: «Creéis que he venido a traer la paz al mundo? Os digo que no, sino división». Una «división» tan profunda que no se detiene, ni siquiera, ante los vínculos más firmes, los de la sangre: «Pues en adelante estarán divididos cinco en una casa, tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra» (Lc 12,51 ss.). Como se confirma en el pasaje paralelo de Mateo, el Hijo del Hombre «no ha venido a traer paz, sino espada; ha venido a «separar» (Mt 10,34 s.).
....
Es una premisa importante, pues esta dinámica evangélica afecta también a María; más aún, le afecta en primer lugar entre todas las criaturas en la Iglesia y de forma muy especial, dada su relación con el Hijo. No es sólo un atentado al buen gusto, sino también a la dimensión dramática del Evangelio, el clima azucarado y retórico de determinadas devociones marianas, inmersas en el irrealismo siempre desengañado, de demasiado fáciles «es suficiente un poco de buena voluntad para apretujarnos todos en torno a la Madre del Cielo…».
... para decirlo como un Padre antiguo: «Quien ame a todos se salvará, pero quien quiera ser amado por todos, no se salvará».
Vittorio Messori, escritor y periodista (1941).
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Permanezcan en mí, como yo permanezco en vosotros. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco vosotros, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. (Jn 15, 4 y 6).
Jesús dice claramente que tenemos que permanecer en Él para tener vida. Y cabe la posibilidad de que nos alejemos. De hecho, Él se dirige a sus discípulos, que ahora lo siguen, pensando en la posibilidad de que lo abandonen.
La pregunta surge a continuación: ¿cómo podemos saber si permanecemos en Él?. La respuesta la tenemos de los mismos labios de Jesús:
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. (Jn 6, 56).
Para permanecer en Él, tenemos que comer su carne y beber su sangre. Y esto sólo podemos hacerlo en el seno de la Iglesia católica.
El capítulo 6 del evangelio de San Juan es catalogado por la doctrina protestante como simbólico. Sin embargo, una lectura atenta del texto, descarta esta posibilidad: la multitud sigue a Jesús en busca de nuevo alimento. Jesús les dice que Él es el pan vivo bajado del cielo. Que han de comerlo a Él, en su carne, y beberlo, en su sangre. Aquello les impresiona hasta el extremo de que piensan que eso es demasiado, que no merece la pena seguir a ese Maestro que les pide algo tan irreal que suena a bárbaro. Y la multitud abandona a Jesús.
Cuando todos esperaríamos que Él saliera corriendo tras los que se marchaban, Jesús se vuelve a sus discípulos y les dice: ¿También vosotros queréis marcharos?. Esta pregunta es el punto de no retorno de este capítulo: Jesús es el alimento, aunque no lo entendamos. Y Él no está dispuesto a renunciar a sus palabras por mucho que le cueste perder muchos que le sigan, porque la Verdad no tiene discusión posible.
El evangelista es tan claro al respecto que en este texto usa dos formas verbales para aludir al acto de recibir el cuerpo de Cristo: al comienzo se habla de que es necesario comer a Cristo, y hacia el final del pasaje, ya es masticarlo. La intención pedagógica, por tanto, es clarísima: se trata de comer a Cristo, y por si alguien duda de cómo es ese comer, la aclaración nos lo dice: ese comer es un comer físico, real, es masticar.
Juan 6 es un capítulo justamente antisimbólico, es de los que narra hechos con una gran carga de fuerza de verdad: la multitud que tiene hambre y sigue a Jesús a ver si les da alimento fácil, Jesús que les deja clara las cosas a pesar de que aquellos dejaron de seguirle, los discípulos que son interpelados por si quieren marcharse también...
Y Pedro, en su boca, pone las palabras que todo cristiano debería poner en la suya: ¿A quién vamos a ir, si Tú tienes palabras de vida eterna?.
Señor, no entendemos cómo puede ser la Eucaristía, pero la aceptamos porque eres Tú el que nos la ha dejado. Y nos lo has dicho muy claro. Quien pretenda comprender la eucaristía en lugar de aceptarla, se equivoca.
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Pero, ¿como invocarlo sin creer en él? ¿Y cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica? ¿Y quiénes predicarán, si no se los envía? Como dice la Escritura: "¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias!". (Rm 10, 14-15).
Este pasaje había sido leído muchas veces por Marcus en su vida como protestante presbiteriano, pero siempre había terminado en la tercera pregunta, la que justifica la predicación evangélica. Pero él mismo cae en la cuenta en su proceso de conversión que ahí no termina la enseñanza del apóstol, sino que hay una cuarta pregunta: "¿Y quiénes predicarán, si no se los envía?".
Para invocarlo es necesario creer; para creer, es necesario haber oído hablar de él; y para esto, es necesaria la predicación. Pero la predicación presupone al mismo tiempo el envío. No se puede predicar a Cristo sin haber sido enviado. ¿Y él había sido enviado?. ¿Por quién?. ¿Cómo podía saber que cualquiera de las personas de su congregación eran las idóneas para haberlo enviado a él?
En la Iglesia católica la sucesión apostólica garantiza la unión con Cristo a través de todo el cuerpo de la Iglesia a lo largo de la Historia. La autoridad en la Iglesia no está puesta para responder a estructuras de poder, sino para garantizar nuestra unión con toda la Iglesia, en este tiempo y en todo tiempo.
La Iglesia católica era, una vez más, el garante de la unión con Cristo según las propias palabras de San Pablo, de las mismas palabras que él había leído muchas veces. La Iglesia, una vez más, como columna y fundamento de la verdad.
Siguiente artículo: Cómo permanecer en Cristo.
Por esta razón, el exegeta católico, a fin de satisfacer a las necesidades actuales de la ciencia bíblica, al exponer la Sagrada Escritura y mostrarla y probarla inmune de todo error, válgase también prudentemente de este medio (método histórico-crítico), indagando qué es lo que la forma de decir o el género literario empleado por el hagiógrafo contribuye para la verdadera y genuina interpretación, y se persuada que esta parte de su oficio no puede descuidarse sin gran detrimento de la exégesis católica.
Puesto que no raras veces —para no tocar sino este punto—, cuando algunos, reprochándolo, cacarean que los sagrados autores se descarriaron de la fidelidad histórica o contaron las cosas con menos exactitud, se averigua que no se trata de otra cosa sino de aquellas maneras corrientes y originales de decir y narrar propias de los antiguos, que a cada momento se empleaban mutuamente en el comercio humano, y que en realidad se usaban en virtud de una costumbre lícita y común.
Exige, pues, una justa equidad del ánimo que, cuando se encuentran estas cosas en el divino oráculo, el cual, como destinado a hombres, se expresa con palabras humanas, no se les arguya de error, no de otra manera que cuando se emplean en el uso cotidiano de la vida.
Así es que, conocidas y exactamente apreciadas las maneras y artes de hablar y escribir en los antiguos, podrán resolverse muchas dificultades que se objetan contra la verdad y fidelidad histórica de las divinas Letras; ni será menos a propósito este estudio para conocer más plenamente y con mayor luz la mente del sagrado autor.
S.S. Pío XII, Divino Afflante Spiritu, n. 25.
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Una vez que la propia Escritura nos ha señalado cuál es la verdadera Iglesia, seguiremos en este peregrinar de su protagonista, Marcus Grodi, en busca de la fe. Ahora le toca el turno a otro tema importante, el de las obras. Según los principios de Lutero, las obras no son relevantes para nuestra salvación, pues somos salvos únicamente por la fe. No era necesario acrecentar la propia santidad, porque la salvación era algo externo, recibido, que no puede ser cambiado. Sin embargo, vamos a ver en qué sentido nos enseña la Escritura:
Luego escuché una voz que me ordenaba desde el cielo: «Escribe: ¡Felices los que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan». (Ap 14, 13).
Resultó que súbitamente, al leer este pasaje en uno de los servicios funerarios en los que lo utilizaban, cayó en la cuenta de que él estaba predicando que las obras no importaban para la salvación, mientras que de la lectura de la Escritura se desprendía justamente lo contrario, que las obras nos acompañarán después de la muerte. Tan importantes son para Dios que, realmente, es lo único que nos acompañará ante el juicio de Dios.
Pero aquí no quedaban los testimonios bíblicos sobre las obras, pues veremos a continuación otro texto del mismo libro del Apocalipsis:
...y haré morir a sus hijos. Así sabrán todas las Iglesias que yo conozco íntimamente los sentimientos y las intenciones. Y yo retribuiré a cada uno según sus obras. (Ap 2, 23).
Jesús dijo que hemos de ser perfectos como el Padre es perfecto. Él dio valor a nuestras obras. Ellas serán la medida en nuestro juicio, aunque no prestemos oídos a estas palabras de Jesús con demasiada frecuencia. Y la gracia de Dios está puesta en nosotros para impulsarnos hacia las buenas obras.La doctrina católica afirma que aunque Jesús nos ha conseguido la salvación con su muerte y resurrección, somos nosotros los que tenemos que adherirnos a ella mediante nuestras obras. Los protestantes ponen el acento sólo en la primera y se olvidan de la segunda, aún en contra de los testimonios bíblicos citados.
Siguiente artículo: El envío de la Iglesia
Ninguno crea que va a asustar a Cristo con su negativa cuando le pide que se haga cristiano. Como si Cristo hubiera de ser más feliz porque tú te bautizaras.
A ti te conviene hacerte cristiano; si no lo fueres, no se le seguirá a Cristo ningún mal.
Oye lo que dice el salmo: "Dije al Señor: Tú eres mi Dios, porque no necesitas de mis bienes" (Sal 15, 2); por eso eres mi Dios, porque no necesitas de mis bienes.
Si vivieres sin Dios, tú perderás; si vivieres con Dios, no ganará; nada gana Él contigo, mucho pierdes tú sin Él.
Busca, pues, en Él tu provecho; cobrarás nuevas fuerzas si te llegares a Él; desfallecerás si te apartares de Él. Él conservará su plenitud si tú te llegas, y la conservará también si tú te apartas.
San Agustín, Tratado 5 sobre el evangelio de San Juan, n. 5.
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En relación a este muy conocido texto, se podrían formular muchas reflexiones apologéticas del Primado de Pedro. Pero hoy, el descubrimiento en este texto se centra en el nombre de Pedro.
Los evangélicos intentan hallar una diferencia entre el nombre de Pedro (Petros) y el sustantivo griego que se utiliza para piedra (Petra). Esa diferenciación es remarcada por ellos para hacer distinguir el papel secundario de Pedro en la Iglesia, de manera que se pone énfasis en la segunda para menospreciar el primero (el cimiento de la Iglesia sería la Piedra -petra-, y el apóstol sería una piedrecita -petros-).
Sin embargo, tenemos que caer en la cuenta de nuevos razonamientos. En griego la palabra roca (petra) es femenina, por lo que hay que transformarla para poder utilizarla como nombre de un varón. La utilización de dos vocablos, petra y petros, se deriva de la concordancia gramatical de los géneros en el griego, y no de ninguna otra razón de fondo que pretenda ver dos cosas sustancialmente distintas.
Jesús, en cambio, no predicaba probablemente en griego, sino en arameo; y en esta lengua la palabra que corresponde al significado de piedra es kefa, que se utiliza en la misma forma para el género masculino y el femenino. Por tanto, de los labios de Jesús no pudo haber salido ninguna expresión para hacer ninguna diferenciación en este pasaje: kefa es el nombre de Pedro y kefa es el cimiento de la Iglesia.
Los testimonios que corroboran la primacía de Pedro son innumerables; comenzando por la propia Escritura, lo vemos dirigiendo la comunidad en la primera reunión de la Iglesia en el aposento alto, fue él también quien predicó el primer sermón. En este mismo sentido, el extenso testimonio de los padres de la Iglesia.
Los argumentos apologéticos utilizados en el mundo protestante una vez más se venían abajo.
Siguiente artículo: Las obras
La verdadera perfección consiste en la imitación de Cristo, por eso no siga otros pasos que los de Cristo Jesús.
Procure que ninguna cosa le entre en el corazón sino Jesucristo, para no hacer cosa, ni decir palabra, ni tener pensamiento, que no hiciera, dijera o tuviese Cristo.
Todo lo bueno es de Dios, venga por donde viniere y cuando Dios es servido, todas las dificultades se allanan. Tengo por experiencia que cuando más sinceramente dejamos hacer la voluntad de Dios, salen los frutos en mayor honra y gloria suya.
El camino de la Cruz es el más derecho para la bienaventuranza. Por eso quien se va acercando tanto a Cristo Crucificado, razón es que experimente más que otro a qué sabe la cruz de los trabajos. Aunque nunca falta un Simón Cirineo que ayude a llevar la Cruz.
El verdadero amor causa que el alma se aparte del amor de todas las criaturas y sólo se abrace con Cristo, poniendo en él solo toda su confianza.
El alma cuando llega a esta embriaguez de amor, no desea otra cosa sino Dios y más Dios, entonces dice: "Abre, Señor, ese corazón, dame morada en ese tu pecho, déjame entrar en esa fuente de agua clara, que vengo como el ciervo sediento a buscar defensa, amparo y refrigerio".
P. Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, O.C.D.
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Quedaban más textos por descubrir en el proceso de descubrimiento de la verdad católica en las Escrituras. Sigamos en el proceso:
"Por lo tanto, hermanos, manténganse firmes y conserven fielmente las tradiciones que aprendieron de nosotros, sea oralmente o por carta." (2 Ts 2, 15).
Los cristianos no católicos evitan cualquier concepto que se parezca a una Tradición en la que confiar y ponen siempre su acento en todo pasaje que induzca a pensar en desacreditar las tradiciones humanas como indignas de aprecio. Sólo la Palabra Escrita merece su consideración como fuente revelada.
Recordemos que la doctrina católica afirma que las fuentes de la Revelación son las Sagradas Escrituras y la Tradición, entendida como la enseñanza recibida de labios de Jesús por los apóstoles y los discípulos y recibida en las primeras comunidades cristianas.
Pero en este texto San Pablo afirma lo contrario, que se retengan las tradiciones, haciendo hincapié igual en las orales que en las escritas. En el pasaje anterior (2 Tm 3, 14) San Pablo también dice "permanece fiel a la doctrina que aprendiste" en el mismo sentido. No hay ninguna distinción entre lo recibido por escrito y lo recibido oralmente.
De hecho, el método preferido de San Pablo para la transmisión de la fe era el oral, por el que fue enseñado el mensaje de Cristo en toda la comunidad cristiana primitiva. Las cartas las usaba cuando tenía que dirigirse a comunidades que no podía visitar. El concepto de Sola Scriptura no sólo no encaja con lo que San Pablo expone claramente en estos pasajes, sino que trunca y limita la verdad sólo a la palabra escrita.
La Biblia no afirma en ningún sitio que una verdad para serlo tiene que estar en la Biblia. Pero sí afirma que la tradición oral (lo que expresamente no está en la Biblia, pero ha sido recibido) debe ser conservada.
En el mismo sentido, San Juan clausura su evangelio con estas palabras como colofón al mismo:
"Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían." (Jn 21, 25)
En Mt 28, 19-20: "Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo", Cristo no manda que se escriba ningún libro, sino que manda que se predique la buena noticia, y la predicación es esencialmente verbal. La Biblia, como instrumento de la predicación, está inspirada por Dios y es su don, pero no es el único fundamento de la verdad.
Este fundamento dice la Biblia que es la Iglesia, pero ¿qué Iglesia?. Las doctrinas son muy variadas y contradictorias según en qué iglesia se estudien. ¿Qué criterio nos da la garantía de no equivocarnos al elegir? Nuevamente en la Biblia encontramos la respuesta.
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Jesús el Gran Ingeniero del mundo
La doctrina cristiana afirma, en efecto, que por la humanización del Hijo de Dios, por su muerte y su resurrección, por el misterio de la fe y de la gracia, toda la creación se ha visto exhortada a abandonar su aparente concreción objetiva y a situarse, como bajo una norma decisiva, bajo la determinación de una realidad personal, a saber: bajo la persona de Jesucristo.
Ello constituye, desde el punto de vista lógico, una paradoja, ya que parece hacer problemática la misma realidad concreta de la persona. Incluso el sentimiento personal se rebela contra ello. Someterse, en efecto, a una ley general cierta —bien natural, mental o moral— no es difícil para el hombre, el cual siente que al hacerlo así continúa siendo él mismo, e incluso que el reconocimiento de una ley semejante puede convertirse en una acción personal.
A la pretensión, en cambio, de reconocer a "otra" persona como ley suprema de toda la esfera religiosa y, por tanto, de la propia existencia, el hombre reacciona en sentido violentamente negativo.
Romano Guardini, La esencia del cristianismo.
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Superado el primer estadio de su conversión, Marcus Grodi profundizó en el estudio de la Biblia para acercarse a una nueva visión de su fe cristiana. Había recibido una primera sacudida, pero aún quedaba mucho camino por recorrer; más bien, quedaba aún todo el camino por recorrer.
Lo primero era la búsqueda de certezas. Si a él le hubieran preguntado, como protestante presbiteriano, cuál era la columna y fundamento de la verdad, él hubiera respondido sin vacilar: las Sagradas Escrituras, en la que se basa todo el conocimiento revelado (para ellos) sin ninguna otra fuente de conocimiento adicional. La respuesta era clara.
Sin embargo, recibió una sugerencia de su amigo Scott Hahn como respuesta a esa pregunta: y la respuesta fue 1 Tm 3, 14-15. Él se extrañó, pues había estudiado a fondo a San Pablo y en concreto la primera carta a Timoteo, y no podía imaginarse que podía encontrar allí algo que no conociera ya.
Sin embargo, leyó:
Aunque espero ir a verte pronto, te escribo estas cosas por si me atraso. Así sabrás cómo comportarte en la casa de Dios, es decir, en la Iglesia del Dios viviente, columna y fundamento de la verdad. (1 Tm 3, 14-15).
En palabras del propio protagonista, el tiempo se detuvo al leer este fragmento. La Escritura le estaba diciendo que el fundamento de la verdad era la Iglesia. Todo el mundo protestante acepta que la Sagrada Escritura es el fundamento de la verdad, pero en ningún sitio de la Escritura existe tal afirmación: sin embargo, la Escritura sí dice que el fundamento de la verdad es la Iglesia.
No podía ser cierto lo que veían sus ojos. ¿Dónde quedaba el axioma de Sola fides, sola Scriptura protestante? En un intento de buscar un reposo consolador ante tantas novedades que estaba recibiendo, acudió al texto en el que Lutero se basó para expresar ese famoso lema:
Pero tú permanece fiel a la doctrina que aprendiste y de la que estás plenamente convencido: tú sabes de quiénes la has recibido. Recuerda que desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación, mediante la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien. (2 Tm 3, 14-17).
Este texto era el refugio seguro hasta aquel momento... pero ahora cayó en la cuenta de un detalle. Cuando San Pablo habla de las "Sagradas Escrituras", no podía estar refiriéndose a nuestra Biblia tal y como la conocemos hoy. El texto "...desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras..." no puede referirse a otra cosa sino al AT.
Hasta entonces había pensado que "toda la Escritura" era la Biblia completa, AT y NT. Y había conducido su vida de predicación con esta concepción en su cabeza. Sin embargo, San Pablo no se refiere a la doctrina neotestamentaria (aún en proceso de fijación por escrito) al referirse a "toda la Escritura".
Pero es que además, el texto no dice que sólo sea la Escritura la que está inspirada por Dios. Es decir, el texto deja abierta la posibilidad de que haya otros argumentos de autoridad en la Iglesia.
La doctrina católica es clara, pues tenemos dos fuentes de revelación: Las Sagradas Escrituras (Antiguo y Nuevo Testamento) y la Tradición. Por ésta última debemos entender el conjunto de enseñanzas recibidas verbalmente de la misma boca de Jesús y que fueron llevadas a la vida en la comunidad cristiana primitiva (Catecismo, nn. 80-83).
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