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Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia. (Col 1, 24).
El sufrimiento, para los protestantes, es difícil de encuadrar en la doctrina cristiana. Sin embargo, San Pablo nos está diciendo que tenemos que unir nuestro sufrimiento al de Cristo, de manera misteriosa, para completar su obra de gracia, para que Él los use para bien de todos.
Para muchos católicos, tampoco el sufrimiento es fácilmente entendible, y por eso muchas veces en nuestra vida lo rechazamos como algo impropio del ser humano. No se trata de que los cristianos seamos masoquistas hasta el punto de que nos agrade sufrir, sino de que, a imitación de Cristo, entreguemos nuestro sufrimiento como gesto de amor por la Iglesia, por los demás.
No entendemos el sufrimiento porque no entendemos el acto redentor de Cristo, porque la cruz sigue siendo un escándalo para nosotros mismos. Cristo murió por nosotros y lo hizo sufriendo para enseñarnos cómo se puede amar, hasta en el dolor físico y espiritual. Para que entendiéramos que toda nuestra vida podemos convertirla en un gesto de amor, si nos lo proponemos y se lo pedimos con fe.
Los actos de amor muchas veces duelen, no son meras palabras que pronunciamos sino pasos que damos hacia los demás, aunque sean nuestros enemigos. Y eso duele.
Por tanto, el sentido del sufrimiento cristiano nace de la Cruz de Cristo y se manifiesta en la Iglesia, la fundada por Él, tal y como nos lo recuerda San Pablo. Cristo-Cabeza e Iglesia-Cuerpo unidos nuevamente para enseñarnos el camino correcto de la fe, que no es otro que vivirla en nuestra Iglesia.
El crucificado es, por tanto, el camino hacia el amor a Dios y a los hermanos. Así se ama.
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