jueves, 17 de noviembre de 2011

Amar en la diferencia

Jesús me pide que ame al prójimo, al próximo, al que tengo cerca.


Pero al que tengo cerca lo conozco bien, sé sus virtudes, pero también sus defectos.


Conozco su forma de ser, y no coincide completamente con la mía.


A él le gusta una cosa y a mí me gusta otra. 


Si no me saluda como yo esperaba, creo que no lo hace bien.


Si no obra como yo espero de él, creeré que no es suficiente buena persona.


Si se viste de una manera distinta a como yo lo haría, lo criticaré e intentaré ridiculizarlo porque en el fondo, quien tiene la razón, soy yo.


Estaré siempre presto a juzgarle, a veces con severidad y dureza, como si no me importara.


Pero después de todo esto, yo no tengo nada en contra de él. 


Si tuviera que ayudarle en algún aspecto de su vida, seguro que lo haría.


Si le ocurriera algo grave, seguro que me disgustaría y compartiría con él sus penas y tristezas para aliviarlo en la medida de mis posibilidades.


¿Qué me ocurre entonces?


Quizás lo que me ocurra es que no le perdono que sea diferente a mí.


Si aceptara que en la vida puede haber personas que no tengan mis gustos y que son tan valiosas a los ojos de Dios como yo, relativizaría muchos de mis esquemas en los que pretendo encajar a los demás continuamente.


¿Y si dejara de pretender que todo el mundo fuera como yo?


¿Y si aceptara que Dios nos ha creado a todos con un pincel especial, y que no todos los pinceles hacen los mismos trazos pero sirven para crear cuadros igualmente bellos?


¿Y si aceptara que yo puedo santificarme desde mi forma de ser, y mi prójimo también puede santificarse desde la suya? ¿Acaso no es cierto que TODOS estamos llamados a santificarnos, pero no existe una santificación estándar para todos?


¿Y si aceptara que es igualmente válido el mensaje cristiano de salvación y propia santificación para una persona que ha vivido el sufrimiento en su propia piel, que para la persona que no ha tenido que padecer esos trances?


¿Y si aceptara que Dios me pide A MI que me santifique desde mi situación, desde mi forma de ser, desde mi historia, desde mi infancia vivida, desde mis problemas para convertir todas esas dificultades en bienes, para mí y para los que me rodean? ¿No es este, acaso, el reto de la santificación?


¿Y si aceptara que todos, desde nuestras diferencias personales, tenemos al mismo Dios como Padre?


Si aceptara todo esto en mi vida, quizás le perdería el miedo a amar al prójimo, porque no lo vería como una amenaza para mi manera de ver el mundo, sino como un hermano, hijo del mismo Padre, semejante a mí pero con una identidad distinta a la mía.


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