En los tiempos de zozobra moral y doctrinal que vivimos actualmente en la Iglesia católica, ocurre raras veces que encontramos ideas claras sobre la recta fe católica en cristianos que se han caracterizado justamente por lo contrario, es decir, por su discrepancia y disonancia con la Iglesia tal y como la hemos conocido en 2000 años de historia.
En este caso, me estoy refiriendo a Henri DeLubac (1896-1991), teólogo jesuita francés que influyó notablemente en el Concilio Vaticano II, aunque me temo que en la dirección negativa, la más conciliadora con el mundo moderno cuyas consecuencias en la Iglesia nos ha tocado vivir en nuestros tiempos.
En 1968 fue invitado a una charla en el centro cultural de San Luis de los Franceses, en Roma, para hablar sobre la recientemente publicada encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI, sobre la regulación de la natalidad, que tan mal cayó en los sectores progresistas de aquel momento, que esperaban una encíclica permisiva y laxa. El ponente y el tema eran lo suficientemente polémicos como para que la sala se llenara de una audiencia que esperaba que DeLubac desmontara la ortodoxia del documento y lo combatiera.
Sin embargo, cuando DeLubac tomó la palabra, alzó la voz en su francés natal para decir:
"El primero que tiene la obligación de ser obediente a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia es el Papa...."
continuando con expresiones que venían a renocer el hecho de que la Iglesia actual, la que está aún peregrina en este mundo, no puede cambiar alegremente la doctrina recibida y no puede jugar a coquetear alegremente con la banalidad de este mundo invocando un espíritu revolucionario o renovador que no casa con la perdurabilidad de la doctrina y la moral católicas.
Y no puede hacerlo simple y llanamente, porque la Iglesia tal y como la conocemos en este mundo, con su estructura jerárquica y con los sacramentos y la Sagrada Escritura que nos acompañan en esta iglesia militante, no es la Iglesia completa, el Cuerpo Místico de Cristo que junto con Él formamos el Cristo Total, puesto que la iglesia purgante y la iglesia triunfante también son Iglesia. Por ello, el magisterio de la Iglesia al que tenemos que ser fiel lo componen todas las enseñanzas que han emanado de los sucesivos Papas que han existido hasta nuestro tiempo y que, siendo fieles a la Fe y Tradición recibida, la concretaron o la enseñaron en el tiempo que Dios dió a cada uno para mayor gloria suya.
En los últimos tiempos no han faltado muchos artículos versados y completos para explicar cómo el magisterio de los Papas debe ser observado, pero al mismo tiempo para decir que no todo lo que un Papa piensa o escribe se convierte automáticamente en Palabra de Dios. Ni por la materia de lo que dice (el clima, la ciencia o la política) ni por la autoridad con la que se dice (ni el mismo Concilio Vaticano II goza de infalibilidad por haber sido declarado un Concilio pastoral, así que ni siquiera un documento del magisterio ordinario goza de la misma infalibilidad).
Pero la frase de DeLubac es la que más luz me ha arrojado sobre este tema: "El Papa es el primer obligado a obedecer el magisterio de la Iglesia". El Papa no goza de una exención del magisterio anterior, como si se situara por encima de él. El Papa no tiene autoridad para cambiar la doctrina recibida, ni para reinterpretarla o, en todo caso, solo para hacerlo en el mismo sentido en el que la Iglesia lo ha hecho con anterioridad. El cambio de doctrina o moral no es algo que pertenezca a la esencia de la Iglesia de Cristo.
El Papa tiene una obligación a la que debe ser fiel: confirmar en la fe a la Iglesia a la luz de la doctrina y moral católicas. Él está obligado a eso, y no forma parte de su munus petrino el situarse por encima de la Cabeza que es Cristo, sino solamente de hacer de su Vicario en la tierra.
Cuando el Papa se aparte de esa obligación, habrá incurrido en una responsabilidad; sí, aunque la legislación canónica lo declare irresponsable ante ningún otro ser humano, por eso mismo su responsabilidad será aún mayor. Irresponsable ante los hombres, responsable ante Dios.