Hace muchos años que leí o me contaron esta historia. He investigado sobre su legitimidad, pero nada he hallado al respecto.
En cualquier caso su enseñanza siempre nos reconforta. Se non è vero, è ben trovato. Y tal y como me la transmitieron en su día, yo hoy la comparto con vosotros.
Cuando San Juan era ya muy mayor, se retiró a la isla de Patmos, que se halla enfrente de las costas de la península de Anatolia (hoy Turquía). Él fue el único de los apóstoles que no fue martirizado y alcanzó la ancianidad. En la cueva que aún se conserva es donde se cree que él tuvo las visiones que le inspiraron la composición del Apocalipsis, que a diferencia de lo que muchos interpretan, no es un libro que hable del fin del mundo, sino de la liturgia celestial y su relación con la liturgia humana.
Para sus discípulos y amigos aquel era un hombre muy especial: fue el único apóstol que acompañó a Jesús hasta el mismo Calvario, a él le fue encomendada la Virgen María por el mismo Cristo en su agonía y al final, escribió uno de los evangelios que consideramos inspirados por Dios, el más teológico y el más doctrinal y rico en contenido.
Aquel era un hombre excepcional, sin duda.
Vivía una vida retirada, inspirando con sus palabras y su vida a aquella joven iglesia naciente.
Un día, sus conocidos lo sorprendieron cuidando distraídamente de unos pájaros que se habían acercado hasta donde estaba él. Su afán era proveerles un poco de alimento, así como disfrutar de sus cantos y sus leves saltos y gorjeos. En aquel entretenimiento podía invertir bastante tiempo, lo que hizo que aquellos coetáneos suyos sintieran un poco de extrañeza.
No era el comportamiento habitual de un hombre de Dios. Viviendo todo lo que él había vivido, tenía que ser una persona menos distraida, más concentrada, más meditativa y reflexiva. Aquello era más propio de personas más frívolas y superficiales.
Cuando la extrañeza fue lo suficientemente grande entre los que lo frecuentaban, el menos inhibido de aquellos muchachos se atrevió a decirle a San Juan: "Maestro, ¿necesita de nuestra ayuda? Le vemos cuidando a esos pájaros y nos extraña".
San Juan, por la expresión del rostro de aquel discípulo, entendió la intención de reproche en sus palabras y tras un breve silencio, le dijo:
"Mira, ve a la casa de tu amigo el cazador, y me traes un arco y una flecha".
Ante aquella petición tan insólita, el joven no pudo reprimir su curiosidad y buscó lo que San Juan le había pedido, más que nada para ver en qué acababa todo aquello.
Cuando hubo regresado con aquellos dos instrumentos, San Juan le dijo: "Ya que sabes cazar, tensa el arco con la flecha".
El joven así lo hizo. Se aparejó el arco y la flecha y lo tensó.
San Juan le dijo: "aún no es suficiente, tienes que tensarlo más". El muchacho así lo hizo y aumentó la tensión en aquel arco. San Juan lo miró dubitativamente y le insistió: "Aún más".
El muchacho sentía que aquel arco ya no daba más de sí, sus brazos se cansaban y no podría tensarlo más. "Maestro, no puedo más; si lo tenso más se romperá el arco".
San Juan lo miró benevolente y le dijo: "es suficiente". Aquel joven entendió aquella lección sin palabras sobre la santidad.
Todos tenemos nuestras limitaciones pues no hemos recibido fuerzas ilimitadas. Estamos llamados a la santidad, pero nuestra condición es frágil y pecadora.
Imaginémonos una esfera suficientemente grande y a cada uno de nosotros colocado en el centro de esa esfera. Todas nuestras posibilidades y potencialidades, de virtud y de maldad, están dentro de la esfera, todo lo que podemos hacer y decir, los talentos recibidos, lo que está al alcance de nuestra mano.
Por otro lado, fuera de la esfera se halla lo que nos es imposible porque la naturaleza nos lo ha negado o porque la gracia de Dios no considera que sea lo conveniente para nosotros, simplemente porque no son talentos de los que nos han sido entregados.
Si consideramos la imagen de la esfera, la santidad a la que estamos llamados está dentro de la esfera. Para ser santos, Dios no nos pide cosas imposibles, sino cosas posibles para nosotros, aunque creamos hoy día que son muy difíciles de hacer.
Todo consiste en discernir entre "lo imposible" y "lo posible, aunque sea difícil". Ser santos no consiste en llevar todas nuestras potencialidades al límite, sino simplemente en amar como Jesús quiere de nosotros.
La santidad está al alcance de la mano de cada uno de nosotros, aunque muchas veces creamos que es algo propio de superhéroes. Sólo se trata de llegar al convencimiento de que podemos salvar nuestras perezas y comodidades y convertir el evangelio en nuestra norma de vida.
Es un error frecuente perder la paz interior por contemplar la santidad como algo tan inalcanzable que la vemos como irrealizable en nuestras vidas, como si Dios nos pidiera un imposible. Sin embargo, Dios nos pide gestos sencillos de amor, como decía la Beata Teresa de Calcuta, para que, a través de ellos, alcancemos la dicha de ser santos.
De la misma manera que todos hemos recibido distintos talentos, también tenemos cada uno un plan distinto de Dios para nuestra santidad, y nuestra labor es descubrir ese plan divino en nuestra vida cotidiana.
Dios no nos pide cosas absurdas ni irrealizables. Todo el evangelio es posible con la gracia de Dios.
Si creemos demasiado en nuestras propias fuerzas difícilmente asumiremos que Dios nos puede perdonar cuando flaqueemos y caigamos en la tentación.
Si creemos demasiado en nuestras propias fuerzas difícilmente perdonaremos a los que se acerquen a nosotros y nos hagan algún mal, porque pensaremos que todo el mundo ha de ser tan extraordinariamente sólidos como nosotros creemos ser. Y esto no es la santidad.
Ser santos implica confiar en Jesús, poner nuestras vidas en sus manos y dejar que Él nos modele.
Si vemos nuestra santidad como una tarea suave que nos lleva a la felicidad y no como una labor de titanes que llegue a tensar el arco de nuestra vida hasta el límite de la rotura, quizás nos decidamos a ser santos más pronto que tarde, siguiendo el ejemplo del discípulo amado.
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